Ignacio Manuel Altamirano fue anticlerical, pero no antirreligioso. Se caracterizó, como casi todos los liberales de su generación, por denunciar la falsificación que, a su juicio, hacían de la fe cristiana los altos clérigos católicos romanos de las enseñanzas del Evangelio de Jesús.
La más reciente afirmación sobre el supuesto ateísmo de Altamirano la hizo un experimentado político que, en las últimas dos décadas, se ha dedicado más a labores de consultor y analista. El pasado 24 de diciembre, en artículo periodístico, citó el párrafo inicial del segundo capítulo de Navidad en las montañas: “La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es decir, que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los pueblos cristianos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?” Concluyó con un comentario: “Difícil de creer, pero estas palabras provienen de la inspiración de un militar liberal, anticlerical, reformista y ateo, de nombre Ignacio Manuel Altamirano”.
Nacido en Tixtla en 1834, entonces perteneciente al estado de México y posteriormente a Guerrero, sí fue un convencido liberal, anticlerical y reformista, pero no ateo. El que sacudió a los letrados de la época fue otro Ignacio, apellidado Ramírez y más conocido como El Nigromante, “quien sería uno de los modelos políticos, filosóficos y literarios en la formación de Altamirano como intelectual”, apunta Luz América Viveros Anaya, especialista en vida y obra de Altamirano.
El grupo que se reunía para conversar e imaginar el futuro de la nación decide, en junio de 1836, constituirse como Academia de San Juan de Letrán, ya que sus tertulias tenían lugar en el Colegio del mismo nombre. Un año después, o máximo dos, de haberse formalizado la Academia de Letrán, solicita su ingreso a ella Ignacio Ramírez, quien rondaba los 20 años de edad. Guillermo Prieto, en Memorias de mis tiempos, describió al aspirante en los siguientes términos: “Su tez era oscura […], sus ojos negros parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un modo nervioso; nariz afilada, boca sarcástica […] El vestido era un proceso de abandono y descuido: abundaba en rasgones y chirlos; en huelgas y descarríos”. José Emilio Pacheco apuntó que, al participar Ramírez por primera vez en la Academia, lo hizo “cubierto de harapos y lleno de arrogancia”.
Desde las primeras palabras de su disertación El Nigromante levantó fuertes reacciones de los académicos letranenses. Recordaba Guillermo Prieto que Ramírez sacó de uno de sus bolsillos “un puño de papeles de todos tamaños y colores; algunos impresos por un lado, otros en tiras como recortes de molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja, y leyó con voz segura e insolente el título, que decía: ‘No hay Dios’”. Varios expresaron oposición a que desarrollara la ponencia, otros manifestaron desacuerdo con la afirmación del personaje y, al mismo tiempo, sostuvieron que tenía derecho a presentar sus ideas.
Tras intenso debate, Ignacio Ramírez fue admitido en la Academia de Letrán. Su aserto y defensa del mismo ante el grupo marcó un hito, ya que, como clarificó Carlos Monsiváis en Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX, “Ramírez no introduce la duda religiosa (que socialmente tarda en producirse), sino el ejercicio de la diferencia. Un solo acto esclarece un debate primordial de la generación de la Reforma: la libertad de cultos y la libertad de conciencia, necesarias en sí mismas, a pesar de que la inmensa mayoría es creyente. El que discrepa abiertamente violenta a fondo el sueño heredado de la Colonia: vivir siempre en el paisaje de la uniformidad de las creencias”.
Altamirano no compartió el ateísmo de su mentor Ignacio Ramírez, pero ambos fueron decididos partidarios del derecho a la libertad de pensamiento, libertad a la que férreamente se opuso el conservadurismo católico que combatió enconadamente a los dos. Altamirano optó por un cristianismo libre de las mediaciones que lo adulteraron al construirse históricamente un remedo de las enseñanzas y prácticas originales de su fundador. Navidad en las montañas es una invitación a imaginar los efectos del verdadero Evangelio en la sociedad o, como consideraba Monsiváis, en la novela “a la visión idílica la complementa la crítica al uso ruin del cristianismo”.
Sólo desde el desconocimiento puede afirmarse que Altamirano fue ateo; era acucioso lector de la Biblia y en la primera estrofa de su poema Al divino redentor escribió: “Oh mártir del Calvario, sublime Nazareno / que escuchas del que sufre la tímida oración, / que amparas y consuelas en su pesar al bueno, / que alientas del que es débil el triste corazón”.