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Política

2023-01-08 06:00

La otra catedral

Periódico La Jornada
domingo 08 de enero de 2023 , p. 12

Una caminata por la añeja calle República de Perú, en el Centro Histórico, nos lleva a descubrir vestigios de la ciudad prehispánica, que muestra la forma ondulante que le marcaba el paso del agua cuando era una importante acequia. Desembocaba en el pequeño laguito que dio nombre a La Lagunilla, popular barrio que alberga el famoso mercado de chácharas de los domingos.

Aquí se encuentra la célebre Arena Coliseo, que se levantó en 1947 y que en la época de oro del deporte de los guantes se conoció como La Catedral del Boxeo.

El experto aficionado Jorge Chavarin comenta que, desafortunadamente, después del auge que tuvo, ahora sólo se hace ahí el torneo amateur de Guantes de Oro. Por ser en una época una zona de alto índice delictivo, las funciones pasaron a la Arena México, en la colonia Doctores, cuya moderna construcción data de 1956; ambas son de la familia Lutteroth, que lleva tres generaciones en el negocio.

Platica Chavarin que desde 1896 se tienen registros de exhibiciones de boxeo a cinco asaltos, combinadas con sesiones de esgrima, a las que eran afectos los jóvenes de la aristocracia.

En aquellos años, el boxeo era una asignatura obligatoria en el Colegio Militar para los jóvenes cadetes. Algunos peleadores negros de Estados Unidos que llegaron a México en los primeros años del siglo pasado, como Billy Clark y Kid Mitchell, empezaron a impartir lecciones, pero el boxeo carecía de reglamentación estricta.

La mayoría de las peleas eran entre individuos de volumen desigual, denominadas “de peso libre”, en las que podía haber hasta 15 kilos de diferencia. De igual forma, la anarquía se daba en la duración, pues los pleitos eran “hasta vencer”, o cuando menos a 20 rounds. El boxeo se empezó a practicar en muchas arenas improvisadas, inicialmente en la colonia Guerrero y de ahí pasó a otros barrios cercanos.

Se habla del Frontón Nacional, que después fue la Arena Nacional, en el espacio donde más tarde estuvo el cine Palacio Chino, esa monumental sala que seguro recuerdan los guajolotones, cerca de la antigua glorieta de El Caballito.

En ese lugar pelearon grandes glorias del boxeo, como Chango Casanova, Kid Azteca, Babe Arizmendi, Joe Conde y muchos otros grandes peleadores de la llamada Época de Oro.

Al paso del tiempo la lucha libre sentó sus reales en el acogedor recinto, y se le consideró “la catedral de la lucha libre”, con sus butacas pintadas de vivos colores y el entusiasmo del público, que incluye abuelitas y niños. Hay que decir que actualmente es muy seguro y limpio, y justo enfrente hay un estacionamiento. Curiosamente, tiene gran popularidad entre el turismo extranjero que gusta de adentrarse en este tipo de expresiones populares que conservan el sello de autenticidad; la magia de las redes sociales.

Ha guardado su sabor y ambiente: pequeña, redonda, con las coloridas butacas que llegan prácticamente a unos pasos del cuadrilátero, lo que lleva a que continuamente los luchadores caigan a los pies de los espectadores de las primeras filas.

Sea verdad o ficción, la lucha libre es un espectáculo catártico, que lleva las emociones al límite: carcajadas, gritos, abucheos y aplausos, todo acompañado por las cornetas y tambores de las porras, el tema musical que acompaña la salida de los luchadores con sus atuendos estrafalarios y la voz del elegante maestro de ceremonias, quien busca hacerse oír entre el bullicio.

Aquí se recuerdan momentos estelares, como cuando al mítico Cavernario Galindo le arrojaron una víbora y él reaccionó recogiéndola, dándole una mordida y aventándola de regreso al aficionado.

Hace unos años, un encuentro cabellera contra cabellera, en el que el puertorriqueño Bam Bam fue despojado de su larga melena, al haber perdido contra Pequeño Violencia. También se recuerda un tremendo round de damas en el que Las Amapolas se enfrentaron a Las Lunas Mágicas; espero que los maridos sean medio mandilones, porque una de sus llaves lo puede dejar baldado para el resto de su existencia.

Espectaculares son los enfrentamientos entre tríos, en los que, a la par de la habilidad y el coraje, compiten en la extravagancia y originalidad de los atuendos, como el de Calígula, ataviado como gladiador romano con todo y casco, el cual no perdió ni en las más audaces piruetas. Acompañamiento indispensable son las cervezas frías y las palomitas calientes que le llevan a uno a su lugar, al igual que diversas viandas. Hoy me quedo con mi torta y la chelita.

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