El acuerdo alcanzado entre el gobierno federal y los sindicatos de la extinta Mexicana de Aviación para que el primero adquiera los activos de la aerolínea y la reflote como una empresa pública es una noticia alentadora desde varias perspectivas.
En primera instancia, brinda un alivio –insuficiente, pero al mismo tiempo inestimable– a los ex trabajadores que durante más de 12 años han esperado de manera infructuosa para recibir su liquidación o sus jubilaciones. De acuerdo con la Asociación de Jubilados, Trabajadores y ex Trabajadores de la Aviación Mexicana (Ajteam), los 817 millones de pesos que erogará la Federación por la marca, un centro de adiestramiento y dos edificios serán repartidos entre los ex empleados. Si bien el monto representa menos de la décima parte de lo que, según los laudos, corresponde al anterior personal de Mexicana, ha sido bienvenido por sus organizaciones, como única salida a la vista.
Por otra parte, la línea aérea pública que, se espera, comenzará operaciones a finales de este año, podría traer mayor competencia a un sector que ofrece muy poco a los usuarios a cambio de elevadas tarifas, y que se encuentra estancado por el bajo número de actores. En su momento, la desaparición de Mexicana se tradujo en un aumento de hasta 280 por ciento en las tarifas de los vuelos, y lamentablemente la reducción de los precios no vino de la mano de una optimización de recursos y de modelos de negocios sustentables, sino de una carrera al abismo en que los más elementales aspectos del viaje –desde elegir un asiento hasta recibir un vaso de agua a bordo, pasando por el acceso a los compartimentos de equipaje– se facturan como servicios con un costo adicional (no pocas veces, exorbitado).
El de Mexicana, otrora la aerolínea de bandera de nuestro país y una de las cuatro a escala mundial con más tiempo de operar ininterrumpidamente, es un ejemplo paradigmático de los niveles de saqueo, corrupción, pago de favores, impunidad y desvergüenza que significó la aplicación del neoliberalismo por Carlos Salinas de Gortari y sus sucesores. Durante el salinismo, la línea aérea fue entregada a Gastón Azcárraga Andrade, quien para 1995 ya la había llevado a la quiebra y se benefició del rescate (es decir, de la conversión de la deuda privada en pública) vía Fobaproa en el sexenio de Ernesto Zedillo. Pese a estos antecedentes, Vicente Fox volvió a darle la aerolínea a Azcárraga, en una operación ruinosa para el erario: además de que el Estado asumió todos los pasivos existentes, el empresario pagó menos de una cuarta parte del precio en que se encontraba valuada. El 28 de agosto de 2010, se anunció la suspensión “temporal” de sus operaciones, y el gobierno de Felipe Calderón operó para dejar en la calle a los asalariados y en la impunidad a Azcárraga, señalado por lavado de 198 millones de pesos, mediante venta de acciones de la compañía. Como han denunciado de manera incesante los ex trabajadores, en los primeros años tras el cese de operaciones se contaba con los activos necesarios para poner a flote a la empresa, pero una connivencia entre el calderonismo e intereses privados la condenó a desaparecer.
En suma, el lanzamiento de una nueva aerolínea de propiedad pública, con el nombre y la imagen de este icono de la aeronáutica nacional, se inscribe entre los esfuerzos para redificar lo destruido durante tres décadas del más salvaje neoliberalismo, y por ello cabe desear que el esfuerzo fructifique en beneficio real para los usuarios de transporte aéreo, de los profesionales del sector y del conjunto de la nación.