París. Hace 30 años, en París, murió Rudolf Nuréyev, bailarín superestrella que huyó de la URSS en plena guerra fría.
En 1961, escapando de miembros de la KGB en el aeropuerto francés de Bourget, tras una gira del Kirov (actual Marinsky de San Petersburgo) –del que era una de las estrellas–, el bailarín, de 23 años, le dijo a un oficial: “Me gustaría quedarme en su país”.
Nacido de padres musulmanes pobres tártaros, pasó hambre en Ufa, en el oeste de Rusia.
“Era un rebelde, luchó toda su vida, comenzando por la oposición a su padre que no quería que bailara”, afirma Elisabeth Platel, directora de la escuela de danza de la Ópera de París y una de sus bailarinas habituales.
“Pero no le interesaba la política, quería vivir su libertad artística y sexual”, explica Ariane Dollfus, autora de una biografía del bailarín.
En Rusia no fue rehabilitado hasta después de su muerte. Falleció de sida, en 1993, a los 54 años.
“Era un bailarín extraordinario, como ninguno”, resume Manuel Legris, nombrado bailarín estrella, a los 21 años, por Nuréyev en 1986.
Nuréyev “es venerado y su único nombre alcanzaba para llenar las salas”, dice en la Scala de Milán, donde Legris es director del ballet desde hace un año; antes, lo fue en la Ópera de Viena. “Sólo tenía que subir al escenario”, recuerda.
“No hacía 14 piruetas como hacemos hoy, pero era mágico”, destaca.
De Nueva York a Londres, los aficionados le daban la bienvenida como a una estrella pop. En el estreno de su producción de El lago de los cisnes, en Viena, hubo 89 levantamientos de cortinas, un récord Guinness.
Formó una pareja de danza mítica con la británica Margot Fonteyn, a pesar de su diferencia de edad (ella tenía unos 40 años, él unos 20).
“No tenía filtros. Era alguien con debilidades síquicas. Podía ser violento verbal y físicamente”, explica Dollfus. “Hacia el final de su carrera, golpeó a un bailarín y terminó en un juicio”, detalla.
“Sus comentarios eran bastante abruptos. No habría sobrevivido a las redes sociales”, subraya Legris.
En el estudio o en el escenario, era un ejemplo para los bailarines por su disciplina y exigencia.
“Revolucionó el lugar del bailarín masculino en el ballet, donde la bailarina es reina”, según Dollfus.