Los cambios, sobre todo cuando son profundos, traen consigo un efecto de polarización que reafirma identidades y hostilidades entre grupos que se perciben distintos entre sí cuando –al menos algunos– no lo son tanto debido a que lo que los divide es un asunto meramente sectario que, por ejemplo, convierte lo que llaman pragmatismo político en un eufemismo para referirse a la promiscuidad política; de lo contrario no podríamos entender fenómenos del realismo trágico nacional como aquel de 2018, cuando el Partido de la Revolución Democrática postuló a un candidato de ultraderecha a la Presidencia en claro ejemplo de que la ambición puede llevar a demasiados a convertirse en lo que más repudian.
Fueron muchos los años en que en México se sufrió la intolerancia de la clase del poder político que, entonces, estaba aliado, por no decir coludido, con los demás poderes fácticos, incluido el de la delincuencia. La tristemente célebre amenaza de “plata o plomo” se ejercía por igual desde zonas calientes en voz del crimen organizado que desde Los Pinos –entonces residencia oficial del Presidente– en contra de quienes, al pensar distinto a los intereses oligárquicos, representaban un peligro para el orden del saqueo y la corrupción.
No importaba si se trataba de líderes populares, periodistas, opositores o, incluso, rivales dentro del mismo grupo. Ejemplos hay varios: el líder agrarista morelense Rubén Jaramillo asesinado en 1962 por defender las causas de los campesinos; Manuel Buendía, asesinado en 1984 para callar su trabajo periodístico sobre la corrupción en los altos círculos del poder en México, o el fatídico año 1994, por mencionar algunos. Lo anterior ya no sucede, el poder político en el gobierno federal ya no manda matar ni callar y, aunque por supuesto hay acuerdos con el sector empresarial, tampoco está aliado a los demás poderes fácticos.
Aquella intolerancia surgió a partir de la culminación del movimiento revolucionario como respuesta ante el miedo de que los ideales alcanzados pudiesen ser abolidos por las resistencias reaccionarias decididas a ocupar la posición que les fue arrebatada. Pero, como dice la frase atribuida al teórico marxista italiano Antonio Gramsci, “lo nuevo no acaba de nacer ni lo viejo de morir”, esa intolerancia y aquel miedo ocasionaron, en lugar de evitar que las resistencias reaccionarias perecieran, que se infiltraran para resurgir con más fuerza. Se convirtió en un mecanismo que terminó por causar que aquello a lo que tanto miedo se tenía regresara y se adaptara hábilmente para continuar con un esquema de privilegios a los menos y abusos a los más. ¿Por qué?, debido a que cambiaron los ideales, pero no los métodos. Lo segundo enterró a lo primero. Cuidado hoy con repetir errores.
No olvidemos a Sísifo, personaje de la mitología griega que engañó a los dioses y luego fue castigado por ello a arrastrar una enorme piedra hasta la cima de una montaña para, una vez que esté a punto de alcanzarla, ruede cuesta abajo y Sísifo reinicie, eternamente, su labor. Sísifo está condenado a no morir, como lo viejo que se niega a hacerlo y, de igual manera, repetir eternamente un ciclo que nos recuerda cómo aquello que hoy conocemos como Partido Revolucionario Institucional, pero que es mucho más añejo que un partido político, no se crea ni se destruye, sino que se transforma al encontrar la manera de infiltrarse en las nuevas causas para imponer viejos intereses que, para algunos, resultan demasiado tentadores debido a que –más allá de simplemente dinero– apela a las emociones, entre ellas al odio y al miedo. Esas mismas que tanto, y no victoriosamente, lucharon después de la Revolución para impedir el boicot a lo alcanzado tras años de lucha.
El odio nos une a quien odiamos y termina sometiéndonos –irremediablemente– a su voluntad; es por ello que la transformación del país apela a lo que el presidente López Obrador llamó la “república amorosa”, una basada en la fraternidad. El fuego no se apaga con leña, y frente a la intolerancia de las ideas que no se comparten, la prudencia tiene que caber en alguien. Si frente a una polarización política generalizada y pronunciada quienes son partidarios y supuestamente agentes del cambio utilizan los mismos métodos que la siniestra y oscura fuerza que se busca abolir, entonces será imposible llegar tan lejos como se desea. Es momento de cambiar no sólo los ideales, sino también los métodos con los que se busca alcanzarlos.