Dos historias le sirven a Sarah Chaney en su más reciente libro, Am I Normal?, para contarnos la historia de lo normal. Las dos ocurrieron en Estados Unidos. En 1942, un sexólogo y un escultor –Dickinson y Belskie– hicieron las figuras de los estadunidenses “promedio” a los que se llamó Norma y Norman. Blancos, “proporcionados” y saludables, sus medidas surgieron de los datos estadísticos recabados, sumados, divididos, por ambos entre sus conocidas y conocidos. Pero, cuando en 1945 un periódico convocó a un concurso para saber quién tenía las proporciones de Norma, de más de 4 mil asistentes, nadie, ni una mujer real, los tuvo. El premio se lo llevó quien más se aproximó, Martha Skidmore, que se ve sin cintura y con los hombros caídos en comparación con el ideal, la escultura.
La otra historia es la de Middletown, un pueblito de Indiana, Muncie, al que dos antropólogos, Helen y Robert Lynd, quisieron bautizar como el “típico” en 1924. Para ellos, lo habitual era una especie de promedio. El problema fue el mismo que con las esculturas: la descripción en su estudio antropológico se confundió con un juicio y, tras un periodo de su publicación, como un deber ser. De Muncie, los Lynd excluyeron a casi 10 por ciento de su población que era afroestadunidense. Tampoco mencionaron en su estudio que el ayuntamiento era controlado por el Ku Klux Klan, que usaba a los boy scouts contra los templos católicos y las sinagogas. Obviaron también a las mujeres que sostenían sus hogares. Así, los Lynd crearon otro ideal, un “típico” pueblo estadunidense que no se ajustaba a la realidad de Muncie, sino a su propia aspiración: la clase media blanca de las ciudades pequeñas, con una familia en la que el varón mantiene a la esposa, que se dedica al hogar, y cuya vida sucede sin los sobresaltos del racismo. El problema es que Middletown era tan real como Los Picapiedra.
El ideal fue construido por un público lector desesperado por la crisis de 1929, año de publicación del estudio, y que necesitaba algo que ambicionar o, en su defecto, simular. No le importó la realidad de que, en el verdadero Muncie, 72 por ciento de sus habitantes fueran obreros y agricultores.
La lectura del libro de Chaney me puso a pensar en la clase media, no como un asunto de ingresos, sino como ese ideal impuesto para justificar juicios sociales, raciales y morales sobre otros y nosotros mismos, y que sirven para que nos ajustemos a sus obediencias. Lo “normal” como lo usual, habitual, persistente, es como la escultura o el tratado: sirven para condenar y excluir más que para describir y entender. Se ha elegido, desde el siglo XIX, a los profesionistas blancos y conservadores como estándar y guardianes de lo “normal”, no obstante que siempre sean una minoría. Lo “medio” de esta clase media no es que esté entre ricos y pobres, iletrados y licenciados, sino que es una categoría que emerge a partir de excluir a lo que, de entrada, no les parece a sus creadores, normal. Chaney pone el ejemplo de la primera encuesta de “líderes” realizada en 1936 en Harvard. Todos eran varones heterosexuales blancos con ingresos 15 veces el promedio nacional. Aún así, Harvard los nombró el estándar de lo “normal”, más como aspiración del resto que como descripción útil de la élite que conformaban. Entre ellos estaba un joven de la élite llamado John F. Kennedy. Chaney nota con cierta burla el hecho de que los Kennedy hayan sido líderes políticos en medio del estallido de lo “anormal”: la antisiquiatría, los derechos civiles, el movimiento Black Panther, la huelga de los trabajadores mexicanos en California encabezada por César Chávez, las reivindicaciones feministas, y del comienzo de las de la diversidad sexual. A lo que se referían los eruditos de Harvard con “normal” no era un promedio, sino un “balance de atributos cuya combinación les permite funcionar con eficacia en una variedad de formas”. Era otra forma de imponer a los excluidos un estándar del privilegio y todas sus condiciones favorables. Es en ese sentido que se forja una parte del mito Kennedy que, al final, se difunde ya depurado de sus prebendas y ventajas desde la cuna para convertirlo en un profesionista, padre de familia, atenazado por los radicales en ambos extremos políticos.
Lo “normal” ha estado, desde el comienzo, asociado al poder económico y político. Ha servido para conformar a las sociedades a su imagen mientras nos asevera que esa imagen es la sociedad misma. Bajo su custodia, condenó a las mujeres “al reposo y el matrimonio” cuando las tachó de histéricas, a los gays a ser denunciados por sus vecinos, a los gordos, demasiado altos, o demasiado morenos a usar tallas que no les ajustaban o blanqueadores de piel, alaciadores de cabello, tintes. Pero Chaney comienza su texto explicando esta confusión inicial entre una ecuación matemática y el juicio cultural. Resulta que lo que ahora conocemos como “curva de Gauss” fue la ecuación para saber dónde iba a aparecer la estrella que un astrónomo, Giuseppe Piazzi, bautizó como Ceres. La curva es la distribución de los errores en cuya cúspide es muy probable que aparezca la estrella. Pero al momento de llevar una localización astronómica al ámbito humano, surgió esta confusión entre “normal”, “promedio” y “correcto”. Una vez más habíamos moralizado una técnica. Los humanos que no estaban en la cúspide de la curva de distribución éramos, todos, errores. Ni Martha Skidmore, ni el pueblo de Muncie, ni siquiera Kennedy, lograron el ideal.
Se preguntará usted por qué escribí hoy sobre esto. Mi respuesta es simple, aunque quizás insuficiente: fue en un Año Nuevo de 1801 que Ceres pasó entre Marte y Júpiter. Ni ella, ni Piazzi ni Gauss tuvieron la culpa de lo que el tránsito de una estrella en el cielo nos ha hecho obedecer.