Me acuerdo de que una vez, tras la avería en Chernóbil, en 1986, las autoridades soviéticas después del negacionismo inicial se vieron obligadas a decirle al mundo la verdad −aunque igual la estaban contando por partes−, la agencia estatal TASS, cuando todavía en la propia planta nuclear seguía la batalla para prevenir que la lava radioactiva llegase a las aguas subterráneas, se puso a discutir el caso de Three Mile Island (1979) –una parcial fusión de un reactor– y otros accidentes nucleares en Estados Unidos.
Me acuerdo que incluso en Polonia, Trybuna Ludu, el periódico oficial del partido socialista (PZPR) –tal vez en una táctica re-alineación con el Kremlin después de un choque inicial cuando las autoridades polacas, como otra buena parte del planeta, se dieron cuenta del desastre en Chernóbil por sí solas sin haber sido informadas desde Moscú– priorizó las noticias sobre la reciente prueba nuclear francesa en el atolón de Mururoa (me acuerdo que fue la primera vez que escuché este nombre).
A pesar de que éramos “naciones hermanas”, los soviéticos no les dijeron nada a las autoridades polacas. El jefe del Laboratorio Central de Protección Radiológica en Varsovia, llegando al trabajo por la mañana el lunes 28 de abril −dos días después de la explosión− descubrió un reporte de la estación de monitoreo en el noroeste del país según el cual la radiación en el aire aumentó de golpe 550 mil veces (¡sic!). –“¡Bomba atómica!”, pensó –aún estábamos en la guerra fría y los servicios radiológicos estaban orientados a esto–, pero el análisis mostraba que los elementos, productos del decaimiento de uranio, no provenían de una bomba, sino de un reactor. ¿Cuál? ¿Dónde?: Chernóbil.
“Chernóbil” es el nombre del peor desastre nuclear hasta ahora (años más tarde Fukushima fue el segundo). El número de sus víctimas seguramente sobrepasa la cifra oficial de apenas “31” e incluso el estimado número de “4 mil ‘muertes relacionadas’”, excediendo quizá los 100 mil. Pero a la vez –y aquí hay un grano de verdad en la vieja e instrumental propaganda socialista– las pruebas con bombas atómicas a lo largo del planeta liberaron en las últimas décadas hasta mil veces más material radioactivo (¡sic!).
Nadie nunca siguió ni estudió a dónde iban y a dónde acabaron los isotopos de más de 500 cargas nucleares detonadas en la atmósfera (lo mismo aplica a las pruebas subterráneas y en los océanos). Nadie miró las nubes generadas por ellas tal como mirábamos en tiempo real la nube radioactiva que venía del norte de Ucrania (más de 70 por ciento de ella cayó con la lluvia, inducida artificialmente por la aviación soviética, sobre Bielorrusia; la segunda nación más afectada era Polonia). Ya sin mencionar que el más grande horror nuclear planeado y ejecutado adrede por el ser humano −las bombas de Hiroshima y Nagasaki− no fue fruto de ninguna ideología totalitaria como seguramente lo hubieran deseado algunos (siempre hay lugar para más “crímenes comunistas”); lo hizo una democracia. Lo ideó Roosevelt y ordenó Truman. No Stalin ni Jrushchov.
Me acuerdo que Sven Lindqvist –un extraordinario periodista y escritor sueco– en su excelente Terra Nullis (2005) recordaba que sólo los ensayos británicos en Maralinga australiana dejaron esparcidas cantidades de plutonio que irradiaron la región por los siguientes 280 mil años y que sólo las armas ensayadas allá obliterarían todo el planeta en un instante. Pero, desde luego, sigamos hablando sólo de la URSS.
Hoy en día, con la guerra en Ucrania −la misma Ucrania de Chernóbil− hemos visto no sólo las centrales nucleares bajo fuego (Chernóbil y Zaporiyia), sino la perspectiva de usar armas nucleares más cerca que durante la propia guerra fría. No existe nada que se asemejara remotamente al movimiento antinuclear (E. P. Thompson). Incluso la doctrina de la “destrucción mutua asegurada” (MAD) ya parece ser una lejana historia no sólo gracias a Putin, listo, según él mismo, para lanzar la bomba primero, sino a Estados Unidos que, como bien ha notado Mike Davis – teórico marxista estadunidense fallecido hace unos meses–, con su megalomanía y falta de visión para el futuro no se imaginan ninguna otra alternativa para su declive que una nueva carrera −y un posible conflicto− nuclear con Rusia y China ( Thanatos Triumphant, en: Sidecar/New Left Review, 7/3/22).
En la última frase de lo que resultó ser su último texto, Davis, en un gesto de algo que podría verse solamente como un enojo o desesperación –aunque tenía fama de “nunca perder la esperanza”–, rindió un homenaje a los asesinos políticos mencionando apenas sus nombres: Aleksandr Ilyich Ulyanov, Alexander Berkman y Sholem Schwarzbard (obviamente creía que los tiempos son de verás desesperantes). Me acuerdo que Ulyanov –hermano de Lenin– acabó en la horca tras el frustrado atentado de los narodniki al zar Alejandro III y que uno de sus colaboradores era Bronisław Piłsudski, hermano de Józef, el jefe del Estado polaco post-1918. Me acuerdo que Berkman –pareja de Emma Goldman– trató de asesinar a un industrial estadunidense durante una rebelión obrera en Pensilvania y que Schwarzbard le metió un balazo en pleno día en una calle parisina a Simon Petliura, el jefe nacionalista de un fallido Estado independiente ucranio −y en su momento gran aliado de J. Piłsudski–, un nefasto antisemita responsable de múltiples pogromos durante la guerra con los bolcheviques (y por lo que Schwarzbard fue absuelto luego por la corte francesa). Me acuerdo y me acordaré hasta que alguien primero lance la bomba.