El presidente Vladimir Putin efectuó una visita a la ciudad rusa de Tula, importante centro de producción de armamento, donde solicitó a los jefes del sector de defensa esforzarse al máximo, a fin de “garantizar que el ejército disponga rápidamente de todas las armas, equipos y material militar que necesita para luchar en Ucrania”. Mencionó la importancia de trabajar con las fuerzas de primera línea para aplicar la experiencia adquirida en el campo de batalla en la mejora y perfeccionamiento de los equipos de los combatientes y reiteró que no habrá restricciones financieras para la milicia.
El acto se produjo dos días después de que el mandatario condujera una videoconferencia con 15 mil oficiales del ejército ruso, en coincidencia con el informe presentado por el ministro de Defensa, Serguei Shoigu, y con los 300 días del lanzamiento de la “operación militar especial” con que Moscú busca impedir la anexión formal de Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
También es difícil desligarlo de la visita de su homólogo Volodymir Zelensky a Estados Unidos, donde el ucranio fue agasajado por la clase política de ese país en pleno y recibió (más allá de lo que se haya acordado en secreto) tres manifestaciones concretas del determinado apoyo de Washington: la entrega del potente sistema de defensa antiaérea Patriot, un paquete de mil 850 millones de dólares ya presupuestados para reforzar las operaciones bélicas (en las que se incluye el costo del sistema de misiles) y el trámite legislativo para canalizar 45 mil millones de dólares adicionales a Kiev.
En conjunto, estos hechos son una pésima noticia para la humanidad: suponen que ambos bandos están decididos a continuar de manera indefinida con el recurso de la violencia para tratar de imponer sus puntos de vista y sus intereses económicos, políticos y geoestratégicos, con todo el sufrimiento que eso supone para quienes pierden a sus seres queridos en combate, para la población civil atrapada en la línea de fuego u obligada a dejar su hogar para ponerse a salvo, así como para los cientos o miles de millones de personas que padecen indirectamente las consecuencias de la guerra en forma de perturbaciones económicas, como la irrefrenable alza de precios.
Si a ello se añade la escalada armamentista emprendida por los integrantes europeos de la OTAN y por Japón (que duplicará su presupuesto de defensa), así como el incendiario afán de Washington de provocar a China en su contencioso con Taiwán, parece claro que el mundo entra en una etapa peligrosa, en la que cualquier error de cálculo de las potencias puede precipitar una confrontación a gran escala, sin ganador posible y con enormes riesgos de una devastación que repita los horrores de la primera mitad del siglo XX.