La Secretaría de la Defensa Nacional, la Guardia Nacional y la Fiscalía General de la República (FGR) lograron ayer en Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco, la captura de Antonio Oseguera Cervantes, hermano de Nemesio El Mencho Oseguera y considerado por las autoridades uno de los principales operadores del cártel Jalisco Nueva Generación, presunto responsable de la adquisición de armamento, de la coordinación de ataques contra grupos rivales y de lavado de dinero.
Dada la relevancia del detenido en la estructura del que se considera uno de los grupos criminales más violentos del país, si no es que el más violento, la acción gubernamental constituye un severo golpe para el cártel mencionado y un logro relevante en la acción del gobierno contra la delincuencia organizada. El hecho da pie para reflexionar sobre los logros y las insuficiencias de la estrategia oficial en esa materia.
Debe reconocerse, por principio de cuentas, que las dos administraciones anteriores permitieron e incluso indujeron el crecimiento de las violencias y los márgenes de maniobra de los grupos criminales, y que la actual ha debido, para hacer frente a esa herencia nefasta, partir de un cambio de paradigma en el terreno de la seguridad pública. Poner fin al violento círculo vicioso de la “guerra” calderonista y los extravíos del Peñato –como el desastroso paso por Michoacán de Alfredo Castillo Cervantes– no podía ser una tarea rápida. Al mismo tiempo, la recomposición de la seguridad pública es una exigencia social tan justificada como insoslayable: en diversas regiones y en distintos sectores, la población sigue viviendo el terror cotidiano impuesto por organizaciones criminales cuyo accionar se cobra día con día numerosas vidas.
En esta circunstancia, el desafío del gobierno consiste en avanzar a la mayor velocidad posible en la consolidación y el despliegue de la Guardia Nacional en el territorio nacional, manteniendo al mismo tiempo los atributos fundamentales en el diseño de esa corporación: abstenerse de actuar con lógicas bélicas para adoptar en lo fundamental la condición de policía preventiva y de proximidad, respetar escrupulosamente el marco legal y los derechos humanos y operar, hasta donde sea posible, con un espíritu de construcción de la paz y no de coerción. En este sentido, las herramientas principales no son los helicópteros artillados ni las incursiones combinadas militares y policiales, sino las acciones de inteligencia, las medidas contra el lavado de dinero y las actuaciones apegadas al marco legal.
Ahora bien, es pertinente recordar que para la presidencia obradorista el instrumento más relevante en el combate a la delincuencia, la pacificación y la restitución del Estado de derecho no es la policía ni los militares, sino la política social, y que la promesa central del actual gobierno en materia de seguridad reside en atacar las raíces de la delincuencia –la pobreza, la marginación, el desempleo, la desintegración social y la degradación ética–, no en lanzar a la fuerza pública a trenzarse en combates con los delincuentes.
Ciertamente, sería injusto exigir que el nuevo paradigma de seguridad y construcción de la paz resolviera en cuatro años los fenómenos delictivos que se larvaron en décadas de destrucción de derechos, garantías y tejidos sociales, de descomposición institucional, del más corrupto populismo penal y de extravíos militaristas. Pero tampoco puede pedírsele paciencia a sectores poblacionales que desde hace muchos años viven bajo amenazas contra la vida, la integridad y el patrimonio. Y aunque es innegable que la mayoría de los índices delictivos muestran ya una tendencia a la baja, esa reducción resulta demasiado lenta, cuando no imperceptible en varias zonas del país. Es necesario acelerar el paso.