Sylvester un joven del pueblo negro originario de South Bend Indiana, en Estados Unidos, fue arrestado cuando el hambre lo orilló a robar un poco de pollo para comer. Por esta osadía pasó ocho meses tras las rejas. Al sopesar el castigo con el tipo de delito parece inverosímil, sobre todo cuando ocurre en un país que ha vivido cientos de tiroteos por el nulo control de las armas que ha costado miles de vidas al año. Pareciera que es un delito más grave tener hambre que portar un arma; nos hace pensar que las leyes obedecen al color de piel y nivel socioeconómico de la gente.
En esta misma ciudad, en septiembre 2019 se dio el asesinato de Eric Logan a manos de la policía, después de que le notificaran que estaba bajo arresto por una llamada al 911 que mencionaba que un hombre negro estaba golpeando autos estacionados.
Todo esto nos hace recordar el tristemente célebre caso de George Floyd, quien fue capturado y sometido por policías tras intentar pagar en una tienda de Minneapolis con un billete supuestamente falso. Floyd perdió la vida durante una transmisión en vivo donde se escucha cuando él dice a los policías que no puede respirar. Muertes como éstas y reiteradas criminalizaciones al pueblo negro dieron vida al movimiento Black Lives Matter, que busca poner en el ojo público la brutalidad policiaca y la estigmatización que viven. Ellos han salido a exigir un alto a la persecución y muestran evidencia de la violencia con que son sometidos todos los días.
En muchas ciudades de Estados Unidos la población mexicana migrante enfrenta una problemática similar, a pesar que no existe una clara persecución de la policía, el sistema se encarga en recalcarnos que no somos portadores de derechos y su principal herramienta es infundir miedo. Muchos optamos por no acceder a la salud, a la educación o inclusive decidimos no apelar ningún caso en las cortes, pues por nuestro estatus como indocumentados preferimos navegar bajo el sistema, mientras los que cuentan con documentos migratorios también lidian con la eterna estigmatización donde a los ojos de muchos sólo somos aptos para trabajos físicos no calificados. Nos dicen: “éste no es tu país”, “aquí las cosas se hacen de manera diferente”, o apodos como espalda mojada o frijoleros, con ello buscan hacernos sentir vergüenza de nuestros orígenes y cultura.
No es fortuito que existan un doble estándar para la aplicación de la ley en Estados Unidos; es común que a los mexicanos les levanten más infracciones que a una persona blanca o que los asesinatos de mexicanos, principalmente indígenas, sean archivados, como fue el caso de Víctor García, quien en noviembre de 2013 fue asesinado en Chicago y hasta la fecha no se sabe con certeza qué ocurrió, a pesar de que el reporte forense señala que murió producto de un tiro en la cabeza, mientras la parte policial dice que lo asesinaron al intentar allanar una propiedad. Tiburcio Castillo era repartidor de comida y después de estar varios días sin localizar en Nueva York, fue ubicado en terapia intensiva en un hospital del Bronx. A Tiburcio lo asaltaron y lo tiraron del puente Willis; perdió la vida 14 días después de su hospitalización. Estos nombres son algunos de los casos que han quedado en los expedientes policiales en espera de justicia, pero ésta no llega. El factor común: son migrantes, indígenas y pobres; pareciera que la norma es la impunidad en sus muertes. Sin olvidar la extrema crueldad sobre cómo el sistema de justicia sólo administra los casos, apostando al desgaste de sus familiares. Ellos no son prioridad, pues no son ciudadanos de este país, les han dicho.
Pareciera que los problemas de las personas negras y mexicanas no tienen coincidencia, pero no es así; ambos son parte de estas lastimosas “minorías”, como nos denomina el sistema estadunidense. Pareciera que sus muertes forman parte de una serie de actos desafortunados, pero no es así. Son producto de la injusticia, la constante estigmatización donde somos los mal llamados “sin derechos”.
Este panorama parece desalentador, pero tampoco es así: las alianzas son el camino hacia el futuro. Ambas comunidades formamos parte de los sectores más precarizados de Estados Unidos, donde más allá de reconocernos como víctimas de un sistema cruel que sólo nos utiliza, nos distanciamos. Esta rivalidad de la cual no tenemos certeza de dónde proviene, continúa y abre un abismo entre el pueblo mexicano y el negro.
Olvidamos que ambas comunidades hemos sido oprimidas por muchos años, excluyéndonos de los sistemas educativos, sufriendo el racismo y perpetuando ciclos de pobreza y violencia.
Las corrientes más progresistas de los movimientos sociales en Estados Unidos proponen la unión. Ven estratégica la generación de alianzas entre grupos socialmente excluidos que permitan exigir una mejor calidad de vida. Reconocernos como pueblos que hemos sufrido y vivido en un discordia impuesta. El cuestionarnos sobre esta división y no tener respuesta, da más sentido a la poderosa fotografía de las banderas de Black Lives Matter y México en lo alto del letrero de CNN en junio de 2020, por el asesinato de George Floyd. El mensaje fue poderoso, pues las letras son la insignia del medio estadunidense que ha sido señalado por la manipulación de la información y que en muchos de los casos invisibiliza y criminaliza a estos pueblos. En un país que nos repite de manera que no pertenecemos a él, cobra relevancia hacernos presentes. Nosotras, las comunidades nombradas como minoría, somos las que hemos construido a este país con nuestro sudor y sufrimiento. Nuestra mejor respuesta será la alianza, el reconocernos en nuestras diferencias y sabernos como pueblos hermanos.
Reconstruir la relación puede ser más simple si entendemos nuestras historias, del porqué los mexicanos buscamos vivir con un perfil bajo en una nación que no es la nuestra, mientras que el pueblo negro está acostumbrado a no someterse y hacerse escuchar. Somos diferentes, pero esas diferencias nos deben unir. Sólo así pondremos en lo más alto de este país que todas las vidas importan, sin importar el color de piel.