El atentado criminal y artero contra el distinguido comunicador Ciro Gómez Leyva nos habla de la vigencia intensa e indeseable de la pareja letal que, por ya mucho tiempo, ha merodeado nuestros dramas políticos. Desde 1994, con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, pero también el alzamiento del EZLN en Chiapas y su abrumadora secuela política. Antes habíamos tenido que asistir a la macabra danza de engaños con que se quiso envolver otro atentado magno contra la libertad y el derecho en la persona del gran periodista Manuel Buendía.
Hubimos de rendirnos a la evidencia: política y delito no sólo se suponen la una al otro, sino que han formado una letal pareja, presente en nuestras cotidianidades y sus nubladas perspectivas. Una de las grandes tareas de la democracia que emergía tendría que haber sido la disolución de ese nefasto vínculo, pero no lo fue y en su lugar se paró ante nosotros el poder creciente, abiertamente ilegal y corrosivo del crimen organizado.
Letal para el ejercicio periodístico y sus obligadas libertades y derechos, como ha sido penosamente declarado nuestro país, atentados como del que ha sido víctima Ciro Gómez Leyva tienen que llevarnos a escalar ese diabólico matrimonio y ponerlo en el centro del interés y el compromiso político, reclamar de la autoridad una investigación pronta y puntual que, sin pausas artificiales, lleve a responsables directos e intelectuales y que, además, del modo más explícito posible, nos hable con seriedad y responsabilidad del peso que el entorno que hoy rodea a la política tiene para abordar a fondo, como tiene que hacerlo el Estado, esa nefanda unión viciosa y corrosiva entre el crimen y el ejercicio y la lucha por el poder.
El entorno no es sólo físico o arquitectónico, climático, sino sobre todo mental y de ética pública. Al darle carta de naturaleza a la banalización del intercambio y de la crítica, a la invectiva y la sospecha por sistema, se abre la puerta para que irrumpa la violencia y desde la política se llegue incluso a normalizarla. El “para qué se meten o quién sabe en qué andaban” se vuelven argumentos de autoridad y de primera mano para comenzar a deslindar una responsabilidad de la que el poder constituido no puede ser ajeno. Menos volverse eco sumiso de esas leyendas ensombrecidas que nos han traído hasta aquí.
Los desparpajados comentarios, críticas y embates verbales en los que ha caído el Presidente y convertido en retórica cotidiana, no están al lado o afuera de este siniestro escenario que inevitablemente se nos presenta como un círculo terrible e hipnótico de violencia. Lo quiera o no el mandatario, están en su epicentro y su desborde se siente una y otra vez en los desvaríos del morenismo en las Cámaras o los cabildos. Y hasta en sus asambleas donde ha prevalecido el enfrentamiento verbal y a veces físico.
La violencia, que no pocas veces desemboca en ilícitos, ha acompañado el despliegue de la “Gran Transformación” en actos de gobierno o ejercicios deliberativos como tiene que haberlos en toda política abierta y plural. El grado en que esta violencia marca como presente y futuro ominoso a la política democrática no podrá reducirse y someterse al gobierno de las leyes hoy se nos presenta como ineluctable, y de poco sirven las muestras de solidaridad de los mandatarios con el periodista agredido tan arteramente. El Estado tiene que asumir lo acaecido como cuestión obligada que no puede ni podrá superarse sin una necesaria y urgente relegitimación del poder constituido, hoy sometido al bochornoso espectáculo de un simulacro reformador de la política que no tiene porvenir si sigue basado en la descalificación a priori del adversario o el disidente, ambos caracteres obligados, irrenunciables, de toda política plural y democrática como la que todos decimos querer.
Una vez más, como si se tratara de una fatalidad que salta a la menor provocación, estamos ante un crimen que para su propio bien el Estado no puede dejar pasar. Tampoco permitir que vaya a alojarse al vergonzoso archivo de la impunidad que nos ahoga.