A una capitalina de tres generaciones, escasamente familiarizada con nuestras ciudades fronterizas, una visita a Laredo, Texas, y a Nuevo Laredo, Tamaulipas, le despierta una emoción cercana a la bipolaridad.
En la ciudad texana nunca tuve la necesidad de hablar inglés, comí excelente comida mexicana y los nombres de las calles me hacían sentirme en casa: Hidalgo, Buenavista, Doctor Mier, Juárez, San Bernardo, Los Amores, San Agustín.
El motivo de mi estancia fue impartir una conferencia organizada por las Corresponsalías del Seminario de Cultura Mexicana, Los dos Laredos, que se realizó en la sede de la universidad texana, que tiene una nutrida presencia de estudiantes de origen mexicano interesados en hablar bien el español y familiarizarse con su cultura originaria.
Ambas ciudades están totalmente conurbadas y apenas se advierte que se cruza la frontera, por lo menos al hacerlo de Texas a México, en que no hay ningún retén. En sentido contrario sí hay que pasar tediosos controles migratorios.
Se trata, en los hechos, de una ciudad que ha quedado dividida entre dos países, herencia de la codicia histórica del más fuerte. Sin embargo, la realidad se impone y en el lado estadunidense 94.3 por ciento de la población es de origen mexicano.
La fundación de la Villa de Laredo, en la ribera izquierda del río Bravo, data de 1755, para 1767 su superficie ya se extendía en ambas márgenes del afluente. Se le dio el nombre en memoria de una villa española llamada Laredo, situada en la provincia de Santander, España.
Los antiguos pobladores resistieron los ataques de las tribus de comanches y apaches –dueños originales del territorio–, las inundaciones, las sequías, el frío o el intenso calor, hasta 1818. En esa época comenzó una etapa de revueltas y guerras que a lo largo de 55 años modificaron las tradiciones, cultura e incluso el propio idioma, pero permaneció como una ciudad mexicana hasta la artera invasión estadunidense de 1847, finalizada con el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, por lo que quedó dividida en dos.
Afirman diversos historiadores que ante el hecho consumado, un grupo de familias con un fuerte arraigo patriota tomaron la decisión de permanecer en el lado sur del río, que era la parte mexicana, y la llamaron Nuevo Laredo.
Cuenta la leyenda que esas familias desenterraron a sus muertos que habían sido sepultados al norte del río Bravo para que permanecieran en México, cerca de sus familiares.
El Laredo texano inició una época de gran prosperidad económica a partir de la década de 1870. Se desarrollaron ranchos de ganado que era trasladado por ferrocarril para su venta en otras ciudades estadunidenses. Se descubrieron minas de carbón al norte de la entidad y su exitosa explotación detonó la transformación de la desconocida villa a una ciudad importante, que dio lugar a que se convirtiera en uno de los puntos fronterizos más concurridos entre ambos países.
A fines del siglo XIX, el directorio de Laredo muestra la creciente prosperidad; contaba con electricidad, un gran mercado, refinería, cárcel, tres fábricas de ladrillos e incluso había un teatro de ópera.
En la actualidad, más de 36 por ciento del total de la actividad comercial internacional de México hacia el exterior cruza por Nuevo Laredo. De acuerdo con la Cámara de Comercio local, esto da como resultado que su economía gire en torno a la importación y la exportación.
A diario traspasan la frontera más de 3 mil rastras agrícolas y decenas de miles de otros vehículos. Se calcula que cada año más de mil 500 vagones de ferrocarril atraviesan ese punto fronterizo.
El control estricto de este tráfico monumental es prácticamente imposible, lo que permite el cruce de drogas, armas y dinero sucio que genera toda clase de violencia, cuyas consecuencias dolorosamente las padecen los habitantes de Nuevo Laredo.
En una breve visita como la que realizamos, la cara que vimos fue amable y esperanzadora. Los habitantes de los dos Laredos realizan muchos proyectos conjuntos, tienen estrechas relaciones familiares y de amistad, como las de las Corresponsalías del Seminario de Cultura, que comparten actividades que refuerzan las raíces comunes y la fraternidad. Gracias a Alfredo Arcos, de Nuevo Laredo, y a Irma Cantú, de Laredo, por su generosa y cálida hospitalidad.