El gallinero sigue tremendamente alborotado en Madrid. Esto no es Perú, pero aquí todo el mundo tiene el golpe de Estado en la boca. Hablar es fácil. Hay mucho teatro, mucha sobreactuación prelectoral, pero también hay hueso y sustancia. La crisis institucional de estos días, que estuvo a punto de cruzar una línea roja el pasado jueves con la finalmente abortada interrupción de una votación en el Congreso por parte del Tribunal Constitucional, deja entrever el material del que está hecho el sistema político español y las dificultades que presenta para construir con él una democracia liberal al uso; ya otro día hablamos cuál cosa es esa y si acaso existe en algún lugar.
La derecha, con el paso marcado por Vox, acusa al gobierno de Pedro Sánchez de golpista por aprobar leyes que no le gustan, por pactar con vascos y catalanes, por existir y hasta por respirar. Alberto Núñez Feijóo, que en abril pasado asumió el liderazgo del gran partido de la derecha, el PP, con un talante pretendidamente más moderado, ha tardado medio año en comprar el marco de los aprendices de Steve Bannon: el de Sánchez es, por lo visto, un gobierno ilegítimo.
Pero es que ahora también los socios de gobierno, PSOE y Podemos, acusan de golpista a la derecha por pedir al Tribunal Constitucional –órgano supremo que vela por la adecuación de las leyes a la Constitución– que impidiese al Parlamento votar una reforma legal que, precisamente, debería permitir renovar unos órganos judiciales que llevan cuatro años con el mandato caducado porque el PP prefiere el bloqueo antes que perder su control.
El propio Constitucional frenó la maniobra del PP, o al menos la ralentizó, para evitar protagonizar un titular contundente: Los jueces impiden votar a los representantes de la ciudadanía. En Europa, que tiene a Pedro Sánchez como aliado de peso creciente y que ya ha estirado de las orejas en más de una ocasión a Madrid por el bloqueo del poder judicial, este titular se hubiese girado en contra de la propia derecha.
Esto no quiere decir que el TC vaya a avalar la reforma del Código Penal con la que, a modo de embudo, el gobierno ha tratado de cerrar varias carpetas incómodas de un solo golpe, desde la reforma que le permitiría salvar el bloqueo del PP y renovar parcialmente los órganos judiciales, a los cambios de los delitos de sedición y malversación con los que confía comprar dosis de tranquilidad en Cataluña, dado que son los delitos por los que fueron condenados los líderes independentistas.
El año ha acabado para Sánchez económicamente mejor de lo que esperaba; la inflación general ha bajado algo, un otoño preocupantemente cálido ha permitido ahorrar gas y, en términos generales, se han evitado la recesión y el descalabro largamente anunciados desde algunos púlpitos. Pero como toda Europa, España camina por una frágil arista: si el frío aprieta, las facturas van a generar mucho enfado, va a haber –los está habiendo ya– problemas con el diésel, y a las miles de personas con una hipoteca de tipo variable, la cuota mensual le está subiendo 200 y hasta 300 euros –entre 5 mil y 6 mil pesos–. Hay hogares que van a sufrir los próximos meses, diga lo que diga la macroeconomía.
En este contexto, Sánchez ha sentido la urgencia de despejar de un plumazo su agenda de temas sensibles para encarar con menos lastre el 2023 electoral. Es una jugada arriesgada y puede que se haya pasado de frenada. De momento, un Tribunal Constitucional conservador más inteligente que su contraparte política ha decidido no impedir que el Congreso vote lo que le plazca. Pero puede tumbar perfectamente la reforma de Sánchez una vez aprobada, con menor escándalo.
Hará lo que le parezca y cuando lo considere, porque en España, y aquí llegamos al fondo del asunto, el Estado profundo, con la judicatura al frente, tiene su propia agenda. August Gil Matamala, histórico abogado antifranquista e independentista catalán siempre recuerda con sorna que el problema aquí nunca fue de separación de poderes. Todo lo contrario, el Poder Judicial es extremadamente independiente, probablemente demasiado, teniendo en cuenta su genealogía ininterrumpidamente franquista.
No hace ninguna falta que el PP pida a los tribunales que paren los pies a Sánchez, porque lo harán si de verdad ven en peligro la integridad del Estado español. Así lo hicieron en su día en el País Vasco y así lo han hecho recientemente en Cataluña, a cuyo Parlamento le han impedido en reiteradas ocasiones mantener debates sobre la independencia y hasta sobre la monarquía española.
Siempre con el apoyo y el aplauso del PSOE, que ahora descubre que la judicatura puede también girarse en su contra. He aquí el gran drama de la izquierda española, que en contra de catalanes y vascos jalea a su propio victimario. Es una izquierda cómoda en aquella memorable exclamación de José Calvo Sotelo, “España, antes roja que rota”; incapaz de entender que, como ya propusiera en su día el gallego Castelao, quizás haya que invertir la fórmula: “Sólo rota podrá ser roja”.