En junio de 2006, durante la Copa Mundial de Futbol en Alemania, el líder del fascista Frente Nacional de Francia, Jean Marie Le Pen, expresó desconfianza en la selección de su país porque en ella había “muchos jugadores de color”. No fue el primero en decir un disparate parecido. Eduardo Galeano contó que, casi un siglo antes, en 1916, en el contexto del primer campeonato sudamericano de futbol, Uruguay venció por dos a cero a Chile, país que impugnó el resultado porque en el equipo celeste “se habían alineado dos jugadores africanos”, en referencia a Isabelino Gradín y Juan Delgado, uruguayos descendientes de esclavos.
Los fascistas y posfascistas suelen ser una exposición constante de anacronismos e ignorancia: por lo visto el señor Le Pen no se enteró de que en 1998 Francia logró su mejor resultado futbolístico hasta entonces al ser campeona del mundo, y lo hizo precisamente con una escuadra diversa que, por primera vez en la historia, contó con jugadores de raíces en los cinco continentes: el gran mediocampista Desailly era ghanés; el hábil Thuram, antillano; Youri Djorkaeff, de familia armenia y Christian Karembeu, de Nueva Caledonia. ¿Cosas de la multiculturalidad contemporánea? No necesariamente: Le Pen quizás ignoraba que el mejor goleador en mundiales, Just Fontaine, hizo 13 goles en el lejano Mundial de Suecia, en 1958. El ariete era francés, pero nació en Marruecos. Más que ignorancia lo que aqueja a los fascistas es un estado de negación: el equipo en que Le Pen “desconfiaba” hizo un buen papel en 2006, al resultar subcampeón.
Además de anacrónicos, los fascistas y posfacistas suelen ser nada originales. En 2017, ante la eliminación italiana para ir al Mundial de 2018, el ex futbolista Paolo Cannavaro aseguró que el mal momento “Sauri” se debía “a extranjeros que quitan oportunidad a chicos italianos”. Mussolini estaría orgulloso, aunque para respaldar a Cannavaro tendría que ocultar muchos hechos. Como se sabe, las copas mundiales de 1934 y 1938 fueron ganadas por Italia, nación que convirtió ambos torneos en asunto de Estado para “demostrar” la superioridad competitiva del fascismo. Pues bien, los datos mostraban otra cosa: el equipo campeón de 1934 y que se tornó en orgullo de la italianidad fascista, tenía a más de la mitad de sus jugadores titulares compuesta por “extranjeros”: el delantero Felice Borel nació en Francia; el atacante Anfilogino Guarisi, en Brasil; los mediocampistas Atilio de María, Raimundo Orsi, Enrique Guaita y la estrella Luis Monti eran todos argentinos. Por más que se apele a esoterismos de “pureza étnica”, los hechos son los hechos: en esa época ultrarracista, el fascismo italiano debió echar mano de foráneos para exaltar su destructivo nacionalismo.
El fascismo se caracteriza por ser una postura violenta en favor de una sociedad desigual cuyas jerarquías a veces descansan en condiciones no escogidas, como “raza” u origen de clase. De ahí que sea un ideario execrable cuyo potencial destructivo debió quedarnos claro a todos desde los orígenes de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué luego de 100 años persisten aún muchos de sus prejuicios? Por una razón: más que ideología, los fascismos parecen ser un estado mental inmovilista que se siente amenazado ante cualquier viso de equidad en lo social o de diversidad en lo cultural. Hace casi un siglo Mussolini pudo azuzar un engaño cínico al blandir como “pureza italiana” a un equipo conformado, como todos, por una complejidad diversa. Hoy Le Pen y semejantes (su hija Marine; Vox en España; Meloni en Italia y un preocupante y creciente etcétera) piensan de forma parecida.
Eso ocurre en el futbol, pero el mismo principio se reproduce en ámbitos más delicados, que van desde quien niega equidad de género mediante anatemas sexistas hasta los que desprecian los programas sociales que buscan apenas paliar injusticias históricas. Así, el señalado por “nini huevón” en México sería el “choriplanero” en Argentina. Tristemente, ese discurso proclive a detestar cualquier intento de equidad, atraviesa a las ultraderechas, pero también a derechas que se dicen democráticas, que en América Latina parece costarles cada vez más hacer un deslinde claro contra las voces más reaccionarias de la vida pública, quizá porque ven en ellas un aliado que dice lo que ellas no se atreverían.
Es urgente, igual que hace 100 años, combatir las taras postfascistas. Hagámoslo no sólo desenmascarando la hipocresía malinformada –y violenta– de gente como Le Pen, sino también exaltando con justicia la diversidad. Aquí un aporte, a propósito de la final del Mundial de Qatar entre Argentina y Francia. Uno de los más ilustres argentinos de la historia, Gardel, nació por casualidad en Toulouse. Él solía cantar la canción más bella que, con tema de futbol, se haya escrito (de autoría, por cierto, de un argentino de raíz italiana, Alejandro Fattorini): el tango Mi primer gol, que reza: “Y verás cuando entre en juego el latir de mi ala izquierdo/ que con un centro a mi labia te acorrale en un rincón;/ ni el foul de tu indiferencia podrá evitar la caída/ cuando en la red de tus labios te acomode el primer gol…”. Que el futbol sea un lenguaje para hablarle a la pasión constructiva y a la felicidad, nunca más al odio.
* Académico de la Universidad de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional