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Política

2022-12-14 06:00

Tiempo de acercar la memoria y el corazón al fuego

Periódico La Jornada
miércoles 14 de diciembre de 2022 , p. 22

Está por terminar la temporada de Adviento y se acerca la Navidad. Nueva oportunidad para reflexionar sobre el milagro de la encarnación y sus consecuencias para quienes, como los sabios de Oriente, reconocemos en el niño del pesebre al autor de nuestra redención.

La temporada es posible pensarla y vivirla de variadas formas. Para mí es ocasión de añoranza y proyección. Añoranza porque regreso a la infancia, proyección porque no se trata de quedarse en la nostalgia. En cuanto al ejercicio de añoranza, por estos días he iniciado el periplo hacia los días infantiles. Me catapultó al viaje el bello relato de Charles Dickens, What Christmas is as We Grow Older ( Qué es la Navidad a medida que envejecemos). El autor describe su azoro y deslumbramiento ante las reuniones familiares y de amistad en la niñez, cómo quedaron grabadas en él, así como el posterior alejamiento y hasta rupturas con antiguos acompañantes en las celebraciones.

Escribe Dickens acerca de la actitud incluyente y restauradora en Navidad: “¡Bienvenido todo! Bienvenido lo que ha sido, lo que jamás fue, y lo que esperamos que sea, a su refugio debajo del acebo, a su rincón al amor de la lumbre navideña, donde lo que se aguarda con los brazos abiertos. Entre aquellas sombras, ¿no vemos aparecer furtivo sobre las llamas el rostro de un enemigo? ¡Perdonémosle el día de Navidad! Si el daño que nos ha hecho admite ese gesto de fraternidad, que venga y tome asiento a nuestro lado. Si, por desgracia, no es así, dejémosle marchar, con la seguridad de que jamás le acusaremos ni le haremos daño”. Reitera lo escrito en A Christmas Carol ( Un villancico de Navidad), es posible la redención y el antes terrible Ebenezer Scrooge quedó como palpable muestra de ello.

En el territorio de la memoria y de los afectos entrañables de quienes ya no están con nosotros, nos anima Dickens, es tiempo de agradecerles lo que nos dieron para que tuviéramos infancia feliz durante las celebraciones navideñas. Que, como escribe Dickens, en “el día de Navidad no alejemos nada del calor de nuestra lumbre. Nada”. Acerquemos al cálido fuego de los recuerdos a quienes físicamente se han ido. Por mi parte, con el corazón henchido de agradecimiento evoco los sacrificios de mi padre y madre por esforzadamente darnos a sus hijos lindos días que hoy miro hacia atrás y atesoro con ternura.

Nací y crecí en una familia de muy modestos ingresos económicos. Mi padre pudo concluir estudios primarios, en tanto que mi madre los dejó truncos porque debió trabajar como empleada doméstica para intentar paliar en algo la pérdida del sostén principal de la casa. Su papá murió repentinamente de un ataque al corazón, dejando una viuda e hijos en situación muy precaria.

Cuando ingresé al bachillerato, por primera vez establecí contacto con personas distintas a las de mi entorno socioeconómico. Algunos compañeros procedían de familias similares a la mía, otros tenían progenitores con alta escolaridad e ingresos económicos inalcanzables para quienes proveníamos de barrios populosos. Fue cuando tomé conciencia de que mi vida infantil transcurrió en la pobreza.

Mi padre y mi madre fueron honrados y esforzados trabajadores que, en temporada navideña, redoblaban esfuerzos para alegrar a sus hijos. Nos llevaban a ver la iluminación del Centro Histórico de la Ciudad de México. Yo miraba con azoro las luces, los adornados escaparates de las tiendas, el movimiento de juguetes mecánicos que no podía tener, pero sí contemplar absorto. En algún momento del peregrinaje mi padre nos compraba una golosina o bocadillo. En una de tales ocasiones probé por primera vez las castañas asadas.

Mi madre, lo escribí cuando falleció, hacía prodigios culinarios con el poco presupuesto a su alcance (https://www.jornada.com.mx/2015/08/19/opinion/019a2pol). La escasez le enseñó a saber sazonar lo que en hogares menos limitados consideraban sin utilidad para ser cocinado. En la memoria sigo degustando sus guisos de Navidad, y agradezco tanto amor y esmero con que se daba a la tarea de preparar la suculenta cena. Estoy cierto de que el principal ingrediente, su aderezo mágico, era el amor.

Me conmovió intensamente leer el llamado hecho por Dickens para no dejar abandonados en la ciudad de los muertos a quienes nos mostraron el espíritu de la Navidad, el sentido profundo de la encarnación, sino recordarles porque sembraron en nosotros calidez entrañable: “Precisamente ese día volveremos nuestro rostro hacia esa ciudad y, de entre sus silenciosos moradores, traeremos a nuestro lado a las personas que quisimos. ¡Ciudad de los Muertos, en el nombre bendito en torno al que nos reunimos en esta fecha, y ante la divina presencia que nos acompaña según Su palabra, recibiremos, en lugar de ahuyentar, a quienes amamos y ahora son tus habitantes!”

Tenemos, una vez más, la bienaventurada oportunidad de acercar nuestro gélido corazón al fuego del Adviento y Navidad. Podemos sentarnos, en la memoria, con los ausentes y disfrutar con los vivos la bendita temporada que celebra al Verbo humanado.

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