El comunicado en el cual la cancillería peruana acusa al gobierno de México de interferir en los asuntos internos de Perú ha dado pie a un ríspido debate en nuestro país en torno a la manera en que deben conducirse las autoridades ante acontecimientos internacionales y la pertinencia de ofrecimientos de ayuda como el brindado al depuesto mandatario Pedro Castillo.
Por separado, el presidente Andrés Manuel López Obrador y el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, rechazaron que sus declaraciones o el cauce dado a la solicitud de asilo político hecha por Castillo constituyan intervenciones indebidas en la crisis que atraviesa la nación andina. El titular del Ejecutivo destacó que únicamente ha manifestado sus opiniones y que son los peruanos quienes deben resolver el asunto, cuestionó la destitución de un líder elegido por el pueblo, y reiteró su apreciación de que el disgusto con Castillo obedece al racismo y el clasismo enquistados en la oligarquía. Por su parte, el canciller resaltó la congruencia de facilitar el derecho de asilo con la tradición diplomática mexicana, y manifestó que la actual petición se tramita de acuerdo con el procedimiento legal establecido.
Lo cierto es que, con independencia de la postura que se tenga con respecto a la caída de Pedro Castillo y la inestabilidad política crónica que aqueja a Perú, el asilo forma parte indivisible de la tradición de solidaridad internacional forjada por México a escala de Estado, es decir, por encima de vaivenes partidistas o ideológicos. Esta usanza, que nos honra ante el concierto de las naciones, ha llegado a ser un ingrediente de nuestra identidad con la llegada de comunidades de exiliados que encuentran en nuestro suelo un refugio cuando en sus lugares de origen se imponen regímenes que amenazan sus vidas y las de sus allegados; además de prestar un alivio providencial a líderes populares que se ven en situaciones desesperadas.
Vale recordar el caso de Héctor José Cámpora, ex presidente de Argentina, quien ya concluido su mandato, sufrió un intento de asesinato de los esbirros de la dictadura instaurada el 24 de marzo de 1976, y sólo libró la muerte gracias al asilo brindado entonces por la embajada de México en Buenos Aires. En esa legación permaneció alrededor de tres años y medio, en los cuales no flaqueó la determinación mexicana de evitar que Cámpora fuera una víctima más del autoritarismo patrocinado por Washington. De manera más reciente, su homólogo boliviano Evo Morales ha reconocido en repetidas ocasiones que el asilo otorgado por México le salvó la vida tras el golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019.
Quienes hoy pretenden convertir en materia de escándalo la concesión de refugio a Pedro Castillo no sólo desconocen una tradición mexicana que es ejemplo para el mundo, sino además hacen gala del mismo odio clasista y racista que caracteriza a la oligarquía andina y que es la principal causa de la delicada coyuntura experimentada por este país.