Si no fuera por la historia que nos muestra lo contrario, con lógica se pensaría que los 10 o 15 años que tenemos en la escuela a decenas de millones de niños y jóvenes son una etapa clave –no sólo para algo superficial como acumular aprendizajes, sino más profundo–, para iniciarse en las nociones y prácticas democráticas dentro y fuera del aula. Si una sociedad puede contar con una cantidad de jóvenes en múltiples y bien organizadas experiencias democráticas en escuelas y universidades, evidentemente estará dando un paso decisivo hacia una profunda transformación. La educación se habrá establecido como un espacio estratégico para transformar de fondo a la tercera parte más joven de la población de país, y la más dinámica y promisoria. El flujo constante de egresados crearía familias, organizaría sus vidas junto con las de otros en venturas colectivas de barrios, rancherías, colonias y ciudades y crearían a la larga generaciones de adultos y viejos sabios llenos de experiencias dignas de contarse y de replicarse. Experiencias que ilustrarían en formas nuevas y muy ricas a nietos y a las pequeñas bandas de adolescentes ahora condenadas a la calle sin sentido.
Sin embargo, desde la escuela no hemos construido sociedades democráticas, ni en el pasado, ni se ve que como sociedad y gobierno lo haremos en el futuro. Se genera así un desperdicio mayúsculo, como el del agua de la lluvia que termina en arroyos y ríos cuando no en desagües, y mientras tanto, el narcotráfico invade e inunda el mundo de la experiencia y referentes juveniles. La escuela y universidad serían claves para generar el antídoto más eficaz, a fuerza de planes gubernamentales autoritarios y ciegos se mantienen como un mero enseñadero (“aprender cosas y obedecer”) disciplinado y ajeno a las inquietudes y problemáticas vitales de niños, jóvenes, familias y comunidades locales. El desperdicio de recursos y vidas.
No de hoy. Desde hace 100 años la escuela y la universidad en México no sólo no se preocupan de la democracia, sino que –señalándola a veces como responsable– actúan contra ella y dan la espalda o reprimen las demandas de participación que plantean estudiantes y profesores. Se establecen modelos escolares y universitarios tan verticales y autoritarios que asfixian a los niños y jóvenes y, con ellos, la vida institucional. Hay incluso una política de sistemático despojo de los espacios de participación de estudiantes y profesores penosamente adquiridos.
En la década del 40, con la eliminación de la autonomía plena en la UNAM y, en su lugar, con la creación de la figura de la Junta de Gobierno y la modificación del Consejo Universitario, se da un retroceso que se profundiza en los 90 con la embestida del Banco Mundial contra la autonomía universitaria. Hasta hay en esa época una universidad –la UNISON– donde expresamente se toma como referencia para la reforma conservadora a ese organismo internacional. Y, además, en su Junta de Gobierno participa el rector y de entre sus 14 miembros sólo cinco pueden ser académicos de la institución. Esta es la reacción desmesurada del Estado y de las burocracias universitarias contra las movilizaciones en la educación superior, esas que genera el clima social y político de los 70 y 80. Impulsan entonces modelos conservadores, de exagerado poder burocrático, reacios a cualquier transformación y que, para anular los sujetos colectivos, transforma las instancias colegiadas en espacios de mediatización y negociación de las demandas.
Así, en la UAM legalmente las y los profesores especialistas no pueden participar con sus opiniones en el cambio de programas de estudio si no son miembros de un consejo. Estos modelos tuvieron éxito en desmontar y desestimular procesos de participación y movilizaciones, pero anularon procesos que eran parte esencial de la vitalidad institucional y dieron paso a una mezcla de pasividad extrema con ocasionales actos radicales y explosivos (como la huelga de nueve meses en la UNAM). Las dirigencias universitarias, que antes habían contado con una base estudiantil consciente y movilizada en apoyo a las demandas de presupuesto y libertad política hace tiempo entraron en un periodo de silencio, acompañado de una imparable declinación. Hoy ya no se defiende un proyecto universitario, sólo la sobrevivencia. La institución se mantiene a flote con pocos recursos, sin apoyo político y en caída libre: sólo uno de cada tres jóvenes estudia en una autónoma pública (misma proporción que en las privadas). La democracia, la participación libre y organizada de estudiantes y profesores en el pasado contribuyó a que la universidad pública y autónoma fuese la propuesta mexicana fundamental para la educación superior.
La democracia podría ser la base de un nuevo proyecto universitario. Pero ir contra ella ya está teniendo un costo muy alto para la universidad, y, pronto, para la región y el propio Estado.
* UAM-Xochimilco