El presidente Andrés Manuel López Obrador confirmó ayer que el depuesto mandatario peruano, Pedro Castillo, solicitó asilo a nuestra nación y que intentaba trasladarse a la embajada mexicana en Lima cuando su jefe de escoltas lo traicionó y ordenó conducirlo a la Prefectura capitalina para su arresto. Además de informar que dicha solicitud fue aceptada “con apego a nuestra tradición de asilo”, el titular del Ejecutivo adelantó que no se romperán relaciones con la nación andina, pero la cancillería analiza si se reconoce a la proclamada presidenta Dina Boluarte, decisión que se tomará de acuerdo con los principios constitucionales de no intervención, autodeterminación de los pueblos, solución pacífica de las controversias y respeto a los derechos humanos.
Cabe saludar el gesto solidario del gobierno federal, así como esperar que las nuevas autoridades peruanas depongan el ánimo de linchamiento contra Castillo, apuesten a la distensión y permitan la salida segura y digna del político hacia México, con una clara distancia de las actitudes revanchistas adoptadas por los golpistas bolivianos tras derribar a Evo Morales en noviembre de 2019.
En contraste con la diplomática postura mexicana, Washington reaccionó dando luz verde al golpe de Estado antes de que ocurriera y festejándolo una vez consumado: cuando Castillo anunció la disolución del Congreso, el inicio de un gobierno de emergencia excepcional, la reorganización del Poder Judicial y la Fiscalía de la Nación, y la convocatoria a una Asamblea Constituyente, la embajada estadunidense en Lima rechazó “categóricamente cualquier acto extraconstitucional para impedir que el Congreso cumpla con su mandato”, y llamó a “revertir” el intento de cerrar el Parlamento para proseguir el “funcionamiento normal de las instituciones democráticas”. Ayer, el Departamento de Estado elogió “a las instituciones peruanas y a las autoridades civiles por asegurar la estabilidad democrática”.
Estos posicionamientos reflejan queWashington sigue imperturbable en su desprecio a las soberanías del resto de los países y en su creencia de que posee atribuciones para dictar a los gobernantes lo que pueden o no hacer. Asimismo, son muestra de un cinismo inaudito o de un desconocimiento total de la realidad peruana: es o perverso o ignorante calificar de aseguramiento de la estabilidad democrática al actuar del Poder Legislativo, cuyo sabotaje contra el gobierno legalmente constituido fue tan sistemático que obligó a realizar 60 cambios en el gabinete en apenas 16 meses, y que en los últimos seis años ha removido a tres jefes del Ejecutivo. Tampoco se explica el apelativo de “normal funcionamiento de las instituciones” para referirse a un sistema político que desde 2016 ha impedido el desarrollo completo de un término presidencial y que en ese mismo periodo ha hecho desfilar a seis personas por la Casa de Pizarro, con episodios tan bochornosos como la presidencia de cinco días de Manuel Merino o la juramentación de Mercedes Aráoz sin siquiera permitirle llegar a ocupar el cargo.
Lo que se encuentra fuera de cualquier duda es la profunda disfuncionalidad del sistema político vigente: según la perspectiva adoptada, o lleva de manera casi inevitable a la elección de ejecutivos corruptos (siete de los últimos 11 presidentes han sido procesados por este cargo), o ha creado un Parlamento con poderes omnímodos que hace del todo imposible la tarea de gobernar Perú.
Ante semejante descomposición, es necesario recordar que Castillo fue elegido por el voto popular con la promesa de convocar a un proceso constituyente que pusiera fin al caos político y permitiera devolver una gobernabilidad mínima a una nación que hoy por hoy se encuentra sumida en una especie de dictadura parlamentaria. El golpe legislativo perpetrado el miércoles representa la apuesta de las élites para cortar de tajo cualquier intento de emprender la urgente renovación institucional que el pueblo peruano exige y merece.