Los casos actuales de Argentina (Cristina Fernández de Kirchner) y Perú (Pedro Castillo Terrones), como antes los de Bolivia (Evo Morales), Brasil (Dilma Rousseff, luego Luiz Inácio Lula da Silva) y Ecuador (Rafael Correa), entre los más conocidos, ilustran la necesidad de buscar las reformas adecuadas para impedir que poderes confabulados, institucionales y fácticos, lleguen a atentar contra procesos políticos y sociales en busca de transformaciones a favor del interés popular.
Esa fase de denuncia y búsqueda de reformas legales, desde posicionamientos progresistas o populares, topa de manera natural con la resistencia de los poderes desplazados, que suelen pintar de colores alegres el pasado en que regían y, con pigmentaciones sombrías, los intentos de transformación en curso.
Un ejemplo está en el terreno electoral. Voces intencionalmente desmemoriadas defienden una especie de paraíso de la democracia en la que, aseguran, se desplazaban plácidamente los ciudadanos, productores a la vez de presuntos resultados impecables o cuando menos aceptables.
No ha habido ni hay tal edén democrático: el Instituto Federal Electoral, que luego cambió la segunda palabra por “Nacional”, ha sido un instrumento de convalidación de intereses y complicidades de élites, roto apenas por la irrupción de sufragios en 2018 a favor de Andrés Manuel López Obrador y por la siguiente etapa de triunfos electorales morenistas, federales y estatales, reconocidos más por la fuerza de los votos y la nueva configuración de una clase política alternativa que por el buen funcionamiento del aparato organizador y juzgador de elecciones.
Es importante tener claridad respecto a estos procesos de instrumentación judicial que se arman para generar ambientes de desestabilización, “juicios políticos” y desenlaces supuestamente legales. Es el lawfare, vocablo inglés que designa la guerra jurídica, la judicialización de la política, como parte de orquestaciones en las que confluyen medios de comunicación convencionales, empresarios descontentos, aparato judicial corrupto y factores de poder como el alto clero y agencias extranjeras.
El gobierno del presidente López Obrador ha podido sortear hasta ahora el embate de esos intereses. La denuncia cotidiana desde la mañanera, con todo y sus notaciones a veces excesivas, es un acto político de legítima defensa, y varias de las reformas legales o ajustes estructurales impulsados por Palacio Nacional buscan desactivar las minas, cada vez menos camufladas, que pretenden detonar aproximaciones al golpismo.
En un tema de alguna forma relacionado: el presidente López Obrador hizo explícito el error de convidar a su proyecto a personajes que luego se convertirían, como era de suponerse desde un principio, en furibundos opositores, con escaños ganados a nombre del morenismo.
Mencionó el Presidente a Lilly Téllez, conductora de programas de Televisión Azteca, a quien él propuso para ser invitada a una candidatura senatorial por Morena en 2018. Todo el historial sabido de la ahora senadora no fue obstáculo para ofrecerle un asiento en el Senado desde el cual, ahora, señaló López Obrador, “sin hacerle nada, nada, se vuelve mi adversaria más furibunda; que es la que dice que si ella llega a ser presidenta me va a meter a la cárcel” (un embrión de bolsonarismo tragicómico tal senadora, a juicio de este tecleador).
También citó el caso de Germán Martínez Cázares, a quien se invitó a ser fiscal general de la República, lo cual no aceptó, pero sí ser candidato al Senado por Morena y luego, brevemente, director del Seguro Social. Tampoco debería haber sorpresa en cuanto al posterior comportamiento de dicho senador, pues fue miembro del primer círculo de Felipe Calderón, defensor jurídico y mediático del fraude electoral de 2006 y presidente nacional del Partido Acción Nacional.
Estas pifias deberían servir para frenar el pragmatismo extremo en Morena y la recolección de fichas degradadas e impulsar candidaturas con verdadero compromiso social. ¡Hasta mañana!
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