Por décadas se escuchó el clamor de la minoría rapaz y jilgueros asociados (que hoy sufren, porque ya no los maicean) sobre la necesidad de que México contara con infraestructura suficiente “para hacer frente al futuro, que está a la vuelta de la esquina”. Duro que te dale, por lo que en el régimen neoliberal el gobierno en turno anunciaba una obra pública por aquí, otra por allá y alguna más por acullá (todas con moche y sobreprecio), y con eso “alimentaba” –vía generosos contratos públicos– a ese exigente grupúsculo. Por esa ruta se asignó la construcción de hospitales (que nunca acababan), carreteras (que dejaban inconclusas), aeropuertos (que se hundían), gasoductos (que no abastecían el combustible), penales (que cobraban al 100 por ciento, aunque la población de internos fuera reducida o inexistente) y muchísimo más, siempre en el entendido de que todas eran asignadas a los insaciables de siempre.
Pues bien, llegó el fin del régimen neoliberal y ahora el gobierno de la República se ha dedicado a construir todo tipo de obras de infraestructura, pero, ¡sorpresa!, esa vociferante minoría rapaz no hace otra cosa que quejarse amargamente, porque, dice, los recursos públicos destinados a esas obras “se tiran a la basura, se malgastan”, o lo que es lo mismo, está verde de coraje porque no le permiten meter la mano, controlar asignación y montos de los contratos, inflar precios a discreción y contar con dinero ajeno y suficiente para maicear a funcionarios, legisladores y jueces. Entonces, el “futuro que está a la vuelta de la esquina” le vale un soberano carajo; para ella lo único importante es que el dinero de la nación termine en sus alforjas.
Es entendible el berrinche, la histeria, la hepática reacción de esa mafia acostumbrada a quedarse con todo –contratos públicos, concesiones, permisos, el pastel fiscal, etcétera, etcétera–, pues en este gobierno las obras de infraestructura que se han construido y las que están por concluir (el Felipe Ángeles y otros aeropuertos, Tren Maya, Refinería Olmeca, rehabilitación de las industrias petrolera y eléctrica, presas, carreteras, hospitales, escuelas y tantas otras) no son para beneficiar a la minoría rapaz, sino al Estado mexicano, a sus habitantes.
En la mañanera de ayer, el presidente López Obrador recordó el tema del extinto Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM), pues “todavía no se les quita el coraje a algunos … es una cuestión de no dar el brazo a torcer, de sostener algo hasta lo irracional; es un beneficio el que no se haya hecho el aeropuerto en Texcoco, una gran decisión histórica”.
Mostró un par de fotos que documentan el brutal hundimiento del terreno y zonas aledañas en donde se construía la citada terminal aérea. Información de la Presidencia de la República muestra que desde 2013 (cuando la minoría rapaz se frotaba las manos, porque ya venía otro meganegocio) la autopista Peñón-Texcoco (aledaña al nuevo aeropuerto a construir) se hundió 2.8 metros, con lo que a estas alturas del partido la nueva terminal aérea estaría en el sótano, o debajo de él.
Pero el plan de acción de los insaciables empresarios marca Forbes que “ganaron” el contrato del NAIM idearon un negocio paralelo: ante el obvio hundimiento del terreno, ingeniosamente “ofrecieron” los trabajos de nivelación, con un multimillonario gasto de recursos públicos. Como lo subrayó López Obrador, “es la zona de mayor hundimiento en todo el valle de México; a lo que lleva el hambre de dinero, a lo irracional”.
Las rebanadas del pastel
Se consumó el sucio plan del circuito mediático-político-económico-judicial de Argentina, liderados por los tenebrosos grupos Clarín y La Nación, amos y señores de buena parte de la vida pública en esa nación sudamericana, un verdadero Estado paralelo que opera desde las sombras y la ilegalidad. Es la mafia del poder, la minoría rapaz de allá, los golpistas de siempre, la cloaca en su máxima expresión. Ese ominoso grupo logró lo que buscaba: condenar penalmente, con “pruebas” falsas, a Cristina Fernández de Kirchner, pero, sobre todo (lo más relevante de su proyecto), inhabilitarla de por vida para ocupar cargos públicos con el fin de evitar que ella fuera candidata presidencial (con toda la perspectiva de arrasar) en las elecciones de 2023. Hizo escuela el juez Sergio Moro, quien operó el encarcelamiento de Lula y la destitución de Dilma. Se trata de lawfare en toda su dimensión. Indignante, una vergüenza que lamentablemente se repite en toda la geografía latinoamericana.