Ayer entró en vigor el tope de precio impuesto por las potencias económicas occidentales reunidas en el G7 al petróleo ruso. Washington y sus aliados argumentan que se trata de una medida necesaria para impedir que Moscú cuente con recursos monetarios para mantener su incursión militar en Ucrania. De esta forma, los buques abanderados por los integrantes del G7 o por socios de la Unión Europea (UE) sólo podrán transportar crudo de Rusia si éste es adquirido a 60 dólares por barril, o menos.
No es claro, sin embargo, que esta peculiar sanción económica influya en el curso de la guerra, toda vez que ayer mismo Rusia estaba vendiendo petróleo a 79 dólares por barril en los mercados asiáticos; parece dudoso, por lo demás, que el conjunto de los importadores del hidrocarburo vaya a acatar la pauta impuesta por el G7 y la UE. Pero aun en el caso de que así fuera, Moscú seguiría recibiendo recursos para mantener su “operación militar especial”, como lo advirtió el propio presidente ucranio, Volodymir Zelensky.
Puede ocurrir, en cambio, que este precio tope incremente la penuria energética que padece Europa occidental como consecuencia de sus propias decisiones, las cuales ya han dejado sin el gas ruso a diversos países del viejo continente que dependían de ese combustible en mayor o menor medida; por añadidura, el precio límite señalado habrá de traducirse en un nuevo obstáculo a la recuperación económica y comercial después del severo frenazo provocado por las medidas de mitigación de la epidemia mundial de SARS-CoV-2.
Lo cierto es que el Kremlin respondió ayer al tope de precio para sus exportaciones petroleras con una nueva oleada de bombardeos a la infraestructura eléctrica de Ucrania, anulando así los esfuerzos empeñados por Kiev para reconstruir sus plantas y redes de electricidad, un insumo críticamente necesario en momentos en que han llegado ya las temperaturas invernales por debajo de cero.
Más allá de las sanciones contra Rusia, la ingente ayuda militar de Washington y sus aliados al gobierno ucranio tampoco parece capaz de evitar una prolongación del conflicto y mucho menos una rendición de Moscú. Por el contrario, el suministro de equipos avanzados de artillería a Kiev no sólo atiza el conflicto, sino que puede complicarlo e internacionalizarlo con consecuencias por demás peligrosas para el mundo. Un ejemplo de esto son los cada vez más frecuentes ataques ucranios a objetivos en territorio ruso, acciones que difícilmente podrían realizarse sin los sistemas de artillería de largo alcance proporcionados por Estados Unidos a las fuerzas ucranias. Y, por descontado, ni las sanciones ni la asistencia militar van a influir en el ánimo de los contendientes; en cambio, harán más irreductible la postura de Zelensky de no negociar con la potencia invasora y confirmarán la percepción del Kremlin de que el gobierno de Kiev es la punta de lanza de una agresión occidental en contra de Rusia.
Es necesario, en suma, que los integrantes de la UE y de la Organización para el Tratado del Atlántico Norte reconozcan que es tiempo de cambiar de estrategia y que en lugar de arrojar gasolina al incendio centren sus esfuerzos en llevar a Ucrania y a Rusia a la mesa de negociaciones, porque todo indica que tarde o temprano, y con más o menos muertes y destrucción, es allí donde habrá de ponerse fin a la guerra en curso.