I. Silencios
Entrechocan, no se deslizan, no parecen reales. Son decenas, cientos, tan parecidos unos a otros como si se tratara de una sola imagen que se multiplica hasta el infinito en un biombo de espejos. Movidos por los suaves vaivenes del agua se golpean contra los bordes del lago, se arremolinan, suben y bajan como barquitos de papel que alguien arrojó a la corriente.
Todos tienen la boca entreabierta, quizás en el último intento de jalar otra bocanada de aire; todos conservan abiertos los ojos, inexpresivos como siempre, más opacos que nunca. Los veló la muerte, doblemente misteriosa en medio del silencio, la otra corriente por donde siempre se deslizan los peces; tristes barquitos de papel.
II. Curso de alfabetización
Pedro tiene fama de loco. El motivo es que, vaya adonde vaya, nunca interrumpe la conversación que sostiene consigo mismo. Adquirió la costumbre de mantener ese extraño monólogo desde que se percató de que era el último hablante de una lengua que aún no se escribe, sólo se canta. Si él la olvida, de esa lengua no quedará una sola palabra, ni siquiera un rumor.
A Pedro no le preocupa darse cuenta de que, por el resto de su vida, no tendrá a quién contarle sus aventuras, ni con quién compartir sus recuerdos, asombros, temores secretos y sueños. A cambio de esa tranquilidad lo atormenta saber que, a la hora de su muerte, no habrá quién lo despida ni diga una plegaria en su lengua. Esa es la razón de que todas las tardes, luego de terminar las tareas que le encomiendan sus vecinos a cambio de comida y mínimas propinas, corra a la iglesia para convencer al párroco de que le permita enseñar a sus Santos Patronos las palabras que aprendió desde niño; de otra manera, esa lengua cantada por generaciones quedará para siempre escrita en el olvido.
III. Al vuelo
Cada mañana, al sobrevolar mi casa, tengo la impresión de que la parvada deja caer en mi patio fragmentos del paisaje de mi tierra, reflejos de la luz que ilumina mi infancia, la fronda de aquellos árboles que fueron compañeros de juego, la transparencia de noches decembrinas tachonadas de estrellas.
En breves segundos, la parvada se aleja, y con ella se van los trozos de aquel paisaje, la luz, la infancia y también las noches decembrinas que aún tienen lentitud de procesión, tono de letanía y un dulce y delicado olor a ponche.
IV. La piedra y la flor
En todo se nota el abandono que agobia desde hace muchos años a ese viejo edificio con fachada de tezontle. Lo expresan, en especial, las yerbas silvestres que han brotado en el pretil de la azotea y las flores diminutas, apenas flores, que nacen en sus grietas. Con su belleza, inadvertida y silenciosa, nos recuerdan que aun en los momentos más amargos y difíciles, siempre nos salva algún bello recuerdo.
V. Una palabra
Aquella familia estaba en mejor posición que la nuestra; poseía todo lo que compra el dinero. Celebraban bautizos, primeras comuniones, cumpleaños, bodas, y los funerales eran tan suntuosos y abundantes en cuanto a arreglos florales, cortinajes, bocadillos y bebidas que los asistentes terminaban por olvidarse del muerto.
A pesar de todos sus privilegios, no envidiábamos a esa familia debido a que sólo nosotros teníamos en la casa un hermoso ángel sonriente, blanco luminoso; una emisaria de la Virgen de la Misericordia. Me refiero a mi prima Otilia. En el documento en el que se detallan sus señas particulares sólo hay una palabra: “albina.”