En España, 2023 será un año política y electoralmente intenso. En mayo se celebran elecciones autonómicas y municipales, y a final de año –si Pedro Sánchez no considera que le conviene adelantar el calendario– se elige al nuevo Parlamento, encargado de nombrar al próximo presidente del gobierno. Vienen elecciones y el gallinero está nervioso a lado y lado del espectro político.
Esta no es la España bipartidista de los años 90. El liderazgo de Alberto Núñez Feijóo en el PP no acaba de consolidarse, mientras las expectativas de Vox, a su derecha, renacen. Sánchez confía en rentabilizar un liderazgo europeo que ha desempeñado con sorprendente éxito y espera que la lucha entre Podemos y el espacio de la vicepresidenta Yolanda Díaz –nombrada candidata por un Pablo Iglesias entregado ahora a particulares vendettas– condene a la irrelevancia al competidor que tiene a su izquierda.
Este es el contexto ahora; la primavera queda lejos y entre medio se presenta un invierno lleno de incógnitas relacionadas con la inflación, el riesgo de recesión, la guerra y las dificultades en el suministro energético. En Europa hay una guerra y varios polvorines sensibles. Este es el escenario, en cualquier caso, en el que se ha fabricado una fenomenal bronca política en las últimas semanas.
Por pasos. El 7 de octubre entró en vigor en el Estado español la nueva Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual, más conocida como la ley del “sólo sí es sí”. Fue aprobada por una amplia mayoría de 205 votos a favor (frente a 141 en contra) y elevó a rango de ley algunas de las demandas que la última ola feminista puso encima de la mesa. Por ejemplo, eliminó del Código Penal la distinción entre abuso sexual y agresión sexual, una grieta que rebajaba las condenas por violación si ésta se realizaba “sin violencia”. En el universo paralelo de la ley española, una violación podía no ser violenta. Ya no. La nueva norma también concreta de qué hablamos cuando hablamos de consentimiento: “Sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que expresen de manera clara la voluntad de la persona”. Esto, que a duras penas es poco más que una obviedad, ha despertado la ira de la derecha, que ha declarado la guerra sin cuartel a esta ley.
Todo ha adquirido un tono más virulento cuando varios juzgados, haciendo un uso interesado de la ley, han rebajado las penas a varios condenados por agresiones sexuales. El Código Penal establece que una condena no debe ser rebajada cuando ésta sea igualmente aplicable con una nueva ley, pero varios jueces se han saltado a la torera este punto, entregando munición de gran calibre a los opositores a la ley. Juez y parte, nada como el refranero para hallar verdades profundas.
Quienes criticaban la ley por coartar a los hombres, pasaron de la noche a la mañana a criticarla por permitir rebajar las penas a violadores. Vox y PP se abalanzaron a chapotear en el lodazal punitivista que exige mano dura contra el agresor, pero se niegan a tocar el sistema que fabrica agresores como quien produce tornillos. Era previsible que ocurriese, tanto en términos electorales como en términos de lo que se ha dado en llamar batallas culturales.
No era tan fácil anticipar, sin embargo, que el PSOE y algunos de los apoyos más moderados del gobierno de coalición, como el PNV, se sumasen, a su manera, a criticar una ley que ellos mismos habían votado y que ahora han pedido modificar. Cargar contra una de las principales leyes impulsadas desde Podemos ha sido demasiado goloso en tiempos prelectorales, tanto que han preferido caer en el marco punitivista propuesto por PP y Vox, el cual no puede sino beneficiar a la derecha. Para hacer política hay que tener a Lakoff en la mesilla de noche. Porque la pregunta real, olvidada entre tanto fango, sigue siendo si alguien piensa que un violador va a salir más rehabilitado por pasar 15 años entre rejas en vez de 12.
La campaña mediática que ha alimentado esta polémica ha sido formidable. Hasta medios habitualmente preocupados por mantener una mínima honestidad –pese a su conservadurismo– se han abalanzado sobre la presa, lo cual deja entrever que esto no es sólo una reacción contra Podemos, sino que se enmarca en la respuesta reaccionaria al avance del feminismo en los años previos a la pandemia. El movimiento feminista sigue manteniendo agenda, pero ha perdido algo de pulso movilizador en el Estado español, y es en ese vacío donde la reacción se hace fuerte.
La polémica culminó con el catálogo de impertinencias e insultos que una diputada de Vox profirió a la ministra de Igualdad, Irene Montero, desde el estrado del Congreso. La llamó “libertadora de violadores” y le echó en cara no haber hecho en la vida nada más que “estudiar a fondo a Pablo Iglesias”. Los exabruptos de la diputada, que han corrido como la pólvora por toda Europa, han provocado el rechazo de todos los partidos, con el PSOE a la cabeza. Pero de nada sirve criticar el insulto de la extrema derecha si hasta el minuto anterior se le ha comprado el discurso.