La reforma electoral que proponía Palacio Nacional (con Pablo Gómez y Horacio Duarte como explícitos confeccionadores) parece haber marchado, pero habrá de verse si se le hacen funerales procesales tal vez innecesarios (someterla a votación en San Lázaro, a sabiendas de que no pasará) o se le concede el último honor de ni siquiera exhibir la derrota en sufragios el próximo martes (luego de que se pospuso una semana tal fase), retirar con el menor ruido posible la iniciativa y dejar que el manto festivo navideño cubra de olvido el asunto en su modalidad de “plan A”.
Hay quienes, en los ámbitos morenistas decisorios, consideran que es un error dejar constancia de la sabida derrota en San Lázaro luego del extraordinario éxito de la figura presidencial en su marcha dominical: equivaldría a reafirmar a los opositores con una victoria en ese recinto legislativo, cuando acaban de ser superados en las calles. Otros morenistas de peso arguyen que se debe dejar constancia del rechazo formal a la reforma electoral (es decir, votado en la Cámara de Diputados) para restregar a esos opositores, de aquí en adelante y hasta 2024, su “culpabilidad” en la sobrevivencia de un sistema electoral fallido.
Habrá, en todo caso, el muy anunciado “plan B”. Una serie de modificaciones menores, que serán alcanzables por Morena y sus aliados mediante votación de mayoría simple, no calificada, y que afectarán especialmente el funcionamiento y alcances del Instituto Nacional Electoral que, para cuando esas reformas entren en vigor, probablemente ya tendrá mayoría de consejeros electorales favorables a la llamada Cuarta Transformación.
En el contexto de esta batalla central entre las fuerzas antiobradoristas y las que apoyan al político tabasqueño ha resaltado una batalla secundaria, pero no menos importante: los partidos políticos contra el interés popular de cambio en el sistema electoral. Es explicable que tales partidos no deseen transformaciones de verdad en lo que hasta ahora les ha dado dinero, cargos, prerrogativas y otros privilegios.
Es lamentable ver que la asociación de las cuatro mentiras (Partido Verde Ecologista de México) siga vigente gracias a su exitosa estrategia de canjear sus votos de pacotilla para apuntalar proyectos legislativos del poder en turno, antes el PRI, luego el PAN, y ahora, tristemente, Morena. El Partido del Trabajo, con una definición teórica de izquierda, también ha sobrevivido gracias a sus alianzas con el perredismo y ahora el morenismo obradoristas, con lapsos de entendimiento con gobiernos priístas.
Tales partidos serían perjudicados con una reforma amplia, como la que pretendió López Obrador, y pareciera que no se logrará, pero también con ciertos aspectos del “plan B” que se pretende lanzar. En el flanco opositor también hay un parasitismo evidente: lo que queda del Partido de la Revolución Democrática es patético, y el PRI reducido a condición escuálida requieren igualmente oxígeno presupuestal y respiración política artificial.
En otro tema, social y no sólo deportivo: es cierto que corresponde a un ámbito privado, pero su impacto y consecuencias son amplias, públicas. No tanto para pretender que la incapacidad futbolera mundialista de México deba ser analizada y juzgada por el Congreso federal, como una senadora ha propuesto, pero sí para preguntarse qué tanto se han beneficiado los negociantes de ese deporte con recursos públicos (gobiernos estatales “apoyando” económicamente a los equipos locales de divisiones profesionales) y qué responsabilidades puede exigir el Estado mexicano a comerciantes del deporte profesional que hacen pasar sus hechuras maltrechas como una especie de símbolo nacional.
Y, mientras el creador de la verdad histórica, Jesús Murillo Karam, es llevado a la Torre Médica del penal de Tepepan (ahí hay cuartos que pueden ser de uso individual, como en un hospital privado), donde la ex dirigente magisterial Elba Esther Gordillo pasó la mayor parte de su reclusión, ¡hasta mañana!
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