Si nos detenemos a pensarlo (no a usarlo, para eso todos se detienen a pie o en carro donde quiera y sin orillarse), se trata de un utensilio maravilloso. La humanidad anterior vivió sin siquiera sospecharlo. Pequeña caja de maravillas que nos permite ser testigos del mundo en vivo. Nos hace reporteros, camarógrafos y más: enciclopedistas. La información, la imagen y los datos han tomado el lugar del conocimiento. En tiempo real tenemos acceso a todo. Dije todo. Basta pensar un tema, un sitio, un nombre para tenerlos al alcance. Ninguna música en existencia nos es ajena. La cinematografía resulta accesible sin límite, no hay que esperar restrenos o cineclubes. Basta con rozar el cristal mágico para abrir ventanas infinitas. La gente va en el Metro viendo películas, chistes gráficos o a uno de sus “contactos”.
Permite “encontrarnos” con quien sea en no importa dónde. Adicionalmente, su certera telegrafía instantánea determina nuestras relaciones en franca anulación de las distancias y la ley de probabilidades. Pone a nuestro alcance la ubicación exacta de las personas, nosotros incluidos. Nos evita ir de compras, hacer filas. Resuelve trámites y asuntos. Tenemos el banco a domicilio, 24/7. Nuestros ancestros no supieron que la necesitaban. Los jóvenes hoy se preguntan cómo pudieron vivir sin ella, la extensión última de nuestra mente en el sentido de Marshall McLuhan.
Accedemos en segundos a la comunidad global más grande y horizontal que ha existido. Un noventaitantos por ciento de los humanos somos, deja tú contemporáneos, simultáneos. Las generaciones recientes no imaginan cómo fue antes el mundo. Comentarios como el presente les resultan obvios e inútiles, quizá con cierto valor historiográfico. Las tramas narrativas que leíamos se vuelven cada día menos comprensibles.
Vemos qué desayunó nuestra abuelita sin visitarla o cómo luce un Maserati revestido en oro sin viajar al Golfo Pérsico. Accedemos a extravagantes o absurdas opiniones y confesiones no pedidas de desconocidos. Averiguamos las condiciones atmosféricas en cualquier rincón del planeta. Confirmamos al instante los resultados deportivos, que tal famoso puso el cuerno o fue corneado, quién ganó la batalla en una guerra. Mientras mamamos un torrente de anuncios explícitos o subliminales.
Qué pobre en comparación la biblioteca de Alejandría. Borges se hubiera desmayado en este laberinto. Historia, ciencia, artes, leyes y filosofía comparten el aire desventajosamente con el entretenimiento y las nuevas necesidades, no previstas por Agnes Heller. Sí, un toque de dedo nos separa del Museo del Prado, pero sobre todo de nuestros próximos zapatos, la pornografía suave o dura y otros pasatiempos ordinarios.
Jugamos sus juegos. Consultamos lo que nos venga en gana. Insultamos a quien nos venga en gana. Inventamos fotos. Respondemos a máquinas que nos interrogan. Hablamos solos en la calle sin que nos metan al manicomio. Vivimos la edad de oro de la conectividad. Nunca hubo un instrumento más accesible para crear falsedades, fealdad o belleza. Combina en su casi totalidad los avances tecnológicos del siglo anterior.
Pero los sueños de la razón producen monstruos. Comunicados como nunca, vivimos en soledad y aislamiento sublimados. Y lo peor: supervigilados. Somos “amigos” de perfectos desconocidos. No quitamos los ojos, ni los oídos, ni los dedos de la pantalla que nos domina. Es común ver a la gente en los parques, el Metro, las casas, las aulas, los mercados, viendo el celular en su mano. Nadie contempla, ni lee un libro. El contacto visual se considera peligroso o de mal gusto.
No podemos ocultarnos, ni callar, ni cerrar los ojos por completo. Dormimos con el celular en un costado y le hacemos más caso que a los sueños.
No hace falta ir preguntando para llegar. No requerimos explorar ni tenemos pretexto para extraviar el camino. En vez de orientarnos, adivinar o improvisar, seguimos instrucciones. Los mapas devinieron derroteros definidos que vía satélite indican dónde, qué y cómo.
Ya nadie puede andar de flâneur, o paseante, con impunidad. El ocio atento amerita condena universal. No existen finisterre, retiro ni refugio sin “señal”. Se esfumaron la intimidad, el silencio, la reflexión, la contemplación empática. Atravesamos el paisaje sin observarlo, hundidos en el breve cristal que nos confirma que existimos, y sólo alzamos la vista para tomar fotos o videos atropelladamente, de preferencia con el foco puesto en nosotros mismos: yo y el paisaje, yo al espejo.
La caja de maravillas, merced a su vía líquida y sus hipnóticos canales abiertos, nos quitó la posibilidad de perdernos libremente a la manera de Walter Benjamin y de los cronistas ambulantes del siglo XIX: Larra, Poe, Baudelaire, Loti, Prieto, Gutiérrez Nájera, Twain. Ahora, ¿qué podrá sorprendernos, cómo vamos a encontrarnos? Ya nadie se busca a sí mismo; mejor se autorretrata y lo comparte con un público igualmente hipnotizado. Pandora reloaded, punto y seguido.