En la escuela y para el estudiante, reprobar es más que nada un castigo. Pero rara vez está claro cuál es el crimen. ¿No poner atención en clase? ¿No conocer previamente cómo va a ser una evaluación que se diseñó en secreto? ¿Tener “mala memoria”? ¿Distraerse en aspectos secundarios? La calificación reprobatoria –sobre todo a partir de un examen individualizado– suele ser un mensaje lleno de ambigüedad y eso solo sería motivo suficiente para que interviniera con fuerza una autoridad educativa que se preocupe de que las y los niños y jóvenes no sean injustamente descalificados como alumnos y como personas. Y sobre todo cuando hace apenas unos días el titular del Ejecutivo anunció que sería restablecida la evaluación para la reprobación después de que estuvo suspendida durante más de un año para no agraviar adicionalmente a las familias confinadas. Pero el Presidente dijo algo más: reveló que la decisión había sido “aprobada” previamente por un “consejo de expertos, de pedagogos” ( La Jornada, 19/11/22). Noticia muy importante porque la existencia de un consejo encargado de preparar o preaprobar decisiones en la SEP podría entonces ayudar a explicar por qué los tres nombramientos de titulares en la SEP en este sexenio no respondieron necesariamente a lo educativo, sino a imperativos políticos. Más aún, podría explicar por qué la SEP –y el Presidente mismo en ciertos temas (relación con la CNTE y sindicalismo, universidades autónomas, política de evaluación y acceso a la educación superior)– son tan renuentes a comprometerse y tomar decisiones, como si ya no fueran terrenos de su competencia.
El problema de fondo es que la educación necesita no sólo de expertos, sino de mujeres y hombres que asuman la responsabilidad plena en la conducción formal de la educación y capaces de crear entornos políticos y académicos favorables al desarrollo y defensa plena de las y los educandos. Pero en el tema de los 43 la SEP calla y calla respecto de los y las estudiantes asesinados por todas partes; guarda silencio acerca de las condiciones de discriminación en que las y los estudiantes son examinados para ser admitidos y maneja con indiferencia el hecho de que la Ceteg de Guerrero esté hoy en el centro del país. Recuérdese que la protesta masiva de las y los maestros guerrerenses en 2012 vino a alertar al resto del país sobre el agresivo significado de la Reforma de 2012. Hay una indiferencia sistémica que lleva, como señalaba un asesor de la SEP, a decir que “mientras la CNTE no llene el Zócalo, no hay de qué preocuparse”. Por otro lado, retornar a la práctica de evaluar para reprobar muestra clara la decisión de regresar, sin cambiar una sola coma, al encuadre viejo e insensible que ha guiado la educación durante un siglo. A pesar de que el cierre masivo de escuelas redujo durante casi dos años la superestructura de control y autoridad y obligó a estudiantes de todos los niveles, padres de familia y profesores, a reinventar ellos la educación, en sus casas y con base en sus propios y frecuentemente escasos recursos. Pero también hizo surgir innumerables iniciativas que podrían generar transformaciones importantes en la manera en que estudiantes y profesores y comunidades hacemos el trabajo educativo y, sin embargo, hoy el aparato burocrático de la educación sólo concibe volver a la evaluación sin reflexionar antes, sin hacer cambio alguno, respetando hasta en la última coma lo prexistente. Desde el cascarón vacío que es la conducción de la SEP no se hacen las preguntas que serían indispensables para, después de un cataclismo como la pandemia, fortalecer la educación de estudiantes llenos de ansiedad y desconcierto. Nos toca entonces a maestros y estudiantes responder cómo hacer, por ejemplo, que la evaluación deje de ser y de ser vista como un castigo; cómo organizarla de tal manera que lo que hasta ahora es una sanción se convierta en un instrumento de los colectivos de estudiantes y maestros para mejorar procesos educativos; cómo fortalecer esos espacios y la autonomía de los grupos y del niño y estudiantes, y, finalmente, cómo usar la evaluación para ampliar los horizontes de la educación entre los grupos de estudiantes y sus comunidades.
Devolver, en suma, a la educación, su carácter de espacio emocionalmente solidario, huerto vivo de conocimiento y, por eso, lugar de encuentro humano entre maestras, maestros y compañeros estudiantes. Una casa del pueblo –como se llamaba a las escuelas rurales al comienzo del siglo pasado– donde se pueda avanzar a la democratización del proceso educativo y de la evaluación misma. Volver a lo usual, la indiferencia de siempre, no debería ser una opción y menos una práctica “normal” y acostumbrada. Porque los tiempos están cambiando, y ciertamente mucho más rápido que el ritmo anquilosado de una SEP, cuya mirada y corazón están en el horizonte del orden y el castigo. Aunque no haya crimen, ni criminales.
* UAM-X