Podemos suponer que el presidente López Obrador confía en su canciller y está convencido de que, con su presencia y buenos oficios en las llamadas cumbres de la economía, o el cambio climático, México cubre su presencia internacional. Hoy, a la luz de lo que sucede en Egipto o Indonesia, muchos desearían ver a su Presidente en acción, digamos que global, porque a la fecha no parece haber un sucedáneo satisfactorio para la diplomacia que la relación tête-à-tête entre los jefes de Estado y de gobierno, y no sólo como un trámite protocolario, sino como uno entre muchos prólogos para tejer de nuevo lo que las crisis económicas y sanitarias pusieron en evidencia como un conjunto en extremo débil e insuficiente.
Luego de que las crisis financieras de 2008 fueran declaradas vencidas por algunos de los responsables de que ocurriesen, un manto de autosatisfacción recorrió el mundo de la Alta Finanza. Los desarreglos resultantes de una privatización excesiva y prácticas depredadoras en los mercados de dinero y capitales del mundo fueron vistos como incidentes por parte de los seguros servidores del mundo global. Para fortuna del mundo, algunos dirigentes como el presidente Obama y el jefe del Banco de la Reserva Federal pudieron someter a control algunos de esos desvaríos para volver a empezar la gran danza globalista que arrancara a finales del siglo XX.
Pero en 2020 vino natura y mandó a parar, hasta poner contra la pared a los mandos del mundo y a quienes buscan sucederlos, como China lo ha manifestado antes, en y después de aquellos sustos. El planeta quedó medio paralizado y sus economías cayeron sin clemencia alguna para los diversos precariados que agrupan la gran crisis histórica del trabajo, formal y otrora normal y que a partir del trágico 2020 parece haberse asentado en el centro de los escenarios que ahora dan sentido y algo de forma a un mundo que no parece tener el control de sí mismo.
Tanto en el antiguo reino de los faraones como en la ya no tan lejana Indonesia, los poderes de hecho y de derecho se ven las caras y reciben sin inmutarse las advertencias cada día más ominosas del secretario General de Naciones Unidas. Las dicotomías van de lo dramático a lo trágico, pero la palabra muerte como fatalidad o fruto de las omisiones y excesos, se empecina en acompañarlas: acción o muerte se corea, aunque todavía ande por ahí el espectro destructivo de Donald Trump para animar la negación de estos escenarios como introducción a lo que parece será una campaña destructiva de la democracia y del propio Estado que Estados Unidos pudo erigir después de la Gran Depresión de los años 30 y la Segunda Guerra.
La imagen de un orbe sin control, a la vez que devastado, se impone a través de los medios o de la propia frivolidad de la política internacional y, tan sólo por ello, es que una mirada a estos mundos en convulsión no sólo es útil, sino cada día más necesario. Por qué el Presidente se niega a esto será asunto de su biografía, pero su huella se ha estampado ya en la breve historia del nuevo milenio: el Presidente de un país de 150 millones de habitantes y una economía que, si bien golpeada no deja de producir billonariamente y de emplear a millones, decide hacer mutis del encuentro personal y global para dedicarse a predicar entre los suyos y a excomulgar a los descreídos. A convocar a marchas domingueras para ver quién puede más y a presidir sobre una campaña de sus correligionarios a sucederlo que no ha podido ofrecer una micra de sentido o perspectiva histórica.
El tiempo que el poder presidencial constituido legítimamente se ha dedicado a perder, por embestir en vez de tratar de convencer, se ha vuelto irrecuperable. Los daños en la salud y la educación, el empleo y los ingresos de la mayoría trabajadora y las empresas productivas señalan la urgencia de (re)pensar el país como una gran empresa de reconstrucción, no sólo física por lo no hecho o malogrado y descuidado, sino de instituciones que siempre, indefectiblemente, refieren a relaciones sociales y políticas, de carácter y de poder, sin cuyo concurso la tarea reconstructora que se reduzca a lo físico puede devenir desperdicio o crasa insuficiencia.
Sin buscar traducir el diagnóstico de lo que clama por una reconstrucción en una crítica política y opositora sin cuartel, el trabajo analítico no puede desentenderse de la crítica a una forma de gobernar que hasta la fecha en vez de tratar de hacerlo con base en el acuerdo y el diálogo ha optado por la descalificación del adversario o el crítico. Y, sin embargo, para que este gran país se mueva sin conmociones extremas hay que insistir machaconamente: hay que revertir el daño ya, si lo que queremos es reconstruir para asegurarnos una forma digna de vivir y convivir. A eso convoca el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y ahora muchos universitarios que se arriesgan a poner por delante su conocimiento sin dejar de lado convicciones y emoción.