En un sistema democrático, los procesos electorales requieren organización, conteo de votos y de instituciones que fomenten la vida democrática en el país entre los partidos políticos, la ciudadanía y los poderes en turno. Aquí es donde entra en juego el Instituto Nacional Electoral (INE), el cual funge como “árbitro” para velar por la autenticidad y efectividad del sufragio, reconociéndonos como ciudadanas y ciudadanos con derechos políticos, siendo uno de nuestros derechos votar por nuestras y nuestros representantes para cargos populares.
En ese sentido, el principal antecedente de ello es la Constitución Política de 1917 y, de manera reciente, la reforma político-electoral de 2014, que transformó al Instituto Federal Electoral (IFE) en Instituto Nacional Electoral (INE). Los rasgos preponderantes de dicha reforma han sido ciudadanizar al instituto, otorgando representación a personas en condiciones de vulnerabilidad que históricamente viven en desigualdad estructural, así como contar con un árbitro político-electoral autónomo que vele por los intereses de todas y todos los mexicanos, y no sólo por los de una minoría de élites para beneficio propio.
En este contexto, recientemente el Presidente envió a la Cámara de Diputados una propuesta de reforma constitucional, utilizando como principales argumentos fomentar el “empoderamiento de las ciudadanas y ciudadanos, así como “la austeridad financiera en el INE” con un ahorro de 24 mil millones de pesos, de acuerdo con el Ejecutivo federal, cuya finalidad es otorgar financiamiento a otros proyectos del ámbito nacional.
Algunas propuestas de esta reforma son: el cambio a Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC); la elección de consejeros y magistrados electorales mediante el voto popular y siendo candidatos los postulados por los poderes de la Unión; la desaparición de los organismos públicos electorales y de tribunales electorales locales, así como la federalización de las elecciones; la reducción del número de legisladores federales y locales en la Cámara de Diputados y en la de Senadores, y la eliminación de diputados plurinominales para “garantizar mayor representación de las y los electores”.
Asimismo, se plantea la erradicación del financiamiento público ordinario de partidos políticos nacionales y locales y la conservación del financiamiento público sólo para campañas electorales; la creación de un mecanismo para que los ciudadanos puedan acceder al voto a través de medios electrónicos; la modificación de las definiciones de propaganda gubernamental, ampliando sus excepciones para que las autoridades puedan difundir actividades relacionadas con servicios públicos e informar sobre los procesos electorales, entre otras.
Es importante reconocer que la austeridad no es sinónimo de eficacia y eficiencia, ni tampoco significa que un árbitro electoral dotado de amplios recursos en una nación tan desigual como México, brinde autonomía auténtica. En ese sentido, una reforma constitucional político-electoral de tal envergadura debe contar con un diagnóstico base garantizado a través de mecanismos de participación ciudadana desde un enfoque de derechos humanos, y no sólo unificar la legislación electoral bajo el argumento de una democracia más eficiente.
Sin esas consideraciones, estas reformas corren el riesgo de regresar las elecciones al control central-federal, desencadenando un mayor control político del país al Ejecutivo federal en turno y poniendo en peligro la democracia popular que se ha construido en México. Esto anularía la posibilidad de mantener y fortalecer la representación popular de grupos que históricamente han vivido en la desigualdad estructural, disminuyendo el ejercicio y la garantía de los derechos civiles y políticos de las mexicanas y mexicanos.
Sí bien es necesaria una reforma constitucional en el ámbito electoral que abone a fortalecer la pluralidad de voces y luchas a través de la democratización y ciudadanización de las instituciones, también es urgente contar con árbitros e instituciones autónomas que garanticen los derechos civiles y políticos de la población mexicana desde un enfoque de derechos humanos. Por un lado, a través de una vigorosa cultura de la democracia y, por otro, la progresividad en igualdad de derechos civiles y políticos, siendo éstos la inspiración de la Constitución Política de 1917.
En defensa de los derechos civiles y políticos, se hace el llamado a las dependencias de gobierno correspondientes a garantizar los derechos civiles y políticos de las mexicanas y mexicanos desde un enfoque de derechos humanos. Nuestra democracia se consolidará sólo a través de la representación popular de la diversidad de grupos y sectores que componen a la sociedad mexicana, ¡para que ninguna voz se quede de nuevo sin ser escuchada!