I. En su tinta
Todo comienza con la prosa envolvente, incansable, que nos ayuda con su propia respiración a permanecer en el texto y no soltarlo, esa calidad hipnótica en un telar de palabras ricas, mas no barrocas, merced a su talante igualitario (sí, democrático) que lo aleja de la pirotecnia del barroquismo latinoamericano de la segunda mitad del siglo XX, con el cual, no obstante, nuestro José se emparentó más que con ninguna otra narrativa, incluida la portuguesa. Si bien fue contemporáneo de Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, de alguna manera es posterior a ellos y los contradice. Eso explica que, a la hora de las taxonomías, la crítica anglosajona se deleite en etiquetarlo de “posmoderno”.
Admitamos que las novelas de José Saramago, sobre todo las mayores, fueron escritas después de la implosión del boom y usando claves distintas, si bien heredó las libertades textuales y temáticas de la deslumbrante novelística hispanoamericana y brasileña. Pero el mar de palabras, joyceano como en João Guimarães Rosa o José Lezama Lima, multidireccional como en Julio Cortázar, lo encontramos en Saramago de vuelta al decir llano; y la imagen, aun cuando mágica, es cotidiana y nítida.
Esto no quita su recurrente e inspirada incursión en la Historia, con una erudición menos pretenciosa que la de Alejo Carpentier, dispuesto a transgredirla con el desenfado de un ciudadano común. Saramago gusta de la Historia que pudo ser, la que no se atrevió a ocurrir, o no tuvo oportunidad, porque el azar dispuso otra cosa.
Son sus novelas viajes fantásticos de posibilidad extrema, mundos paradójicos y paralelos, sea un heterónimo de Fernando Pessoa realmente vivo, o la errata deliberada del corrector en Historia del cerco de Lisboa. Saramago desafía en sus novelas a la Historia, sea pasada, presente o futura. Ronda la filosofía. Y no es que coquetee con la ciencia ficción, pues su materia verbal es otra, sino que pisa terrenos parecidos: un mundo de ciegos, un mundo hipervigilado, los días posteriores al Gran Colapso o la kafkiana subversión burocrática de lo real. Se permite viajar en el tiempo, transgredir el relato jesucrístico o reimaginar con sentido común Il primo omicidio (“el primer homicidio”, según tituló Alessandro Scarlatti un oratorio que aborda el mismo asunto que una novela de Saramago: Caín).
Para hablar del escritor comprometido, debe destacarse el impacto literario y público de José Saramago en el ámbito hispánico. Incómodo en el Portugal autoritario, disidente toda su vida, se exilió en las afueras del Estado español y desde ahí consolidó su obra. Sin embargo, la principal razón de su presencia en castellano no es geográfica ni política sino, otra vez, literaria. Gracias a Pilar del Río, su principal traductora, es un autor de nuestro idioma tanto como ya lo era en portugués. Si Samuel Beckett fue francés por mano propia, Joseph Conrad inglés y Joseph Brodsky estadunidense, puede afirmarse que Saramago es hispánico en tándem con su traductora. Esto cierra el círculo de su impronta: portugués, latinoamericano y español.
Sólo alguien que se mueve con tal desenfado en el tiempo y espacio puede además conectarse al presente y sus urgencias como demostró Saramago. Aún más extraordinario resulta su uso de la fama, y la fuerza que supo dar a las palabras para sustentar la acción, la solidaridad activa, la autoridad política y moral de sus dichos y sus actos. Disciplinado comunista impermeable al desencanto, nunca regateó su respaldo –así fuese crítico– a la revolución cubana y otras luchas de liberación en las antípodas de Europa. En México aportó su activismo público sobre el terreno con el movimiento indígena rebelde de Chiapas. Al lado de los zapatistas transitó algunas de las páginas más dignas de su no ficción y de la solidaridad internacional con las comunidades insurrectas.
II. Un hombre afortunado
Desafiante, comprometido, en marzo de 1998 José Saramago llegó a México dispuesto a sacar de quicio al gobierno de Ernesto Zedillo. Semanas atrás había anunciado, en un artículo muy duro que dio la vuelta al mundo, que visitaría Chiapas y expresaría su apoyo a los rebeldes zapatistas. “Estoy aquí porque no me da igual”, insistiría luego desde las montañas chiapanecas.
La Secretaría de Gobernación amagaba con aplicarle el artículo 33 constitucional si “intervenía en asuntos internos”. Por entonces estaba de moda expulsar de Chiapas a activistas europeos. El Instituto Nacional de Migración y los medios de comunicación acababan de expulsar de Chenalhó, y de México, al veterano párroco francés Michel Chanteau. Ocurrida menos de tres meses antes, la masacre de Acteal estaba fresca, la indignación mundial era intensa, y mayúsculo el predicamento del gobierno zedillista, acusado de las masacres (hubo otras) y de la contrainsurgencia.
Desde la ventanilla de migración en el aeropuerto de la Ciudad de México, el 7 de marzo de aquel año, a la hora de poner a prueba al gobierno, Saramago reiteró que iría a Chiapas “porque es mi derecho y mi obligación”.
Durante toda su visita al país trajo tras sus tobillos a la Secretaría de Gobernación y los servicios de inteligencia. Lejos de atemorizarlo, el acoso dio mayor solidez a su actitud. Y su estatura moral se volvió inexpugnable. Era un viejo militante de izquierda, comunista heterodoxo. Todavía no le daban el Nobel, pero había escrito una serie de novelas extraordinarias y ya se llamaba José nada más, como el personaje de su por entonces más reciente creación, Todos los nombres.
A lo largo de una semana expresó de manera pública lo que quiso, y el 14 de marzo él y Pilar llegaron a Chiapas en compañía de Carlos Monsiváis, Ofelia Medina, Juan Bañuelos y su editor, Sealtiel Alatriste, para visitar las comunidades a la mañana siguiente. En la cabecera municipal de Chenalhó, un retén de migración detuvo e interrogó con rigor al novelista, y enseguida uno del Ejército federal, al que el escritor no ocultó su irritación, si no es que indignación. En Majomut entró a la base militar que sitiaba los ocho campamentos de refugiados de Polhó y confrontó al mando, sin obtener una explicación convincente de por qué había un cerco armado para los desplazados civiles zapatistas, siendo que eran ellos los agredidos por grupos paramilitares, no lo agresores.
Una crónica en La Jornada registró que Saramago se había llevado una montaña de Chiapas:
Una pequeña montaña que le cabe en la bolsa del pantalón, idéntica a la escarpada serranía de los Altos, esta tierra de los pueblos tzotziles. Nacida de ellas, la roca que recoge del suelo de Acteal el escritor portugués pesa en la mano como un siglo, como una vida entera. Más tarde, al iniciar el regreso a Jovel (San Cristóbal de Las Casas), la muestra con triste orgullo a Pilar.
–Mira –le dice–, recogí una piedra.
Tiene la costumbre de tomar piedras de los lugares que visita. “No de todos”, asegura; no dice de cuáles sí.