En la Ciudad de México se gestó lo que hoy se conoce como saramagia, es decir, el poder que tuvo José Saramago para inspirar y sembrar ideas humanistas en quienes tuvieron oportunidad de escucharlo defender sus convicciones. En este país, el escritor lusitano vivió intensos momentos de comunión con sus lectores, al grado que solía contar a sus allegados que las claves de su vida, para describirlas a detalle en una biografía, tendrían que ser cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1998, y las muestras de fervor que su público mexicano le obsequió siempre.
Con el galardón de la Academia Sueca bajo el brazo, Saramago visitó la capital del país a finales de 1999 para encontrarse con sus seguidores, quienes morían de ganas por felicitarlo y confirmarle la admiración que se gestó desde la publicación de El Evangelio según Jesucristo en 1991, hito editorial que se sumó a las simpatías rebeldes que el autor cosechó cuando se solidarizó con el movimiento zapatista de Chiapas.
El periplo arrancó un soleado miércoles primero de diciembre, en Tlalpan, ante la comunidad estudiantil y académica del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, que invitó al autor como parte de las actividades de la cátedra Alfonso Reyes. En un auditorio lleno de jóvenes, un par de preguntas bastaron para desencadenar en el narrador un manantial de parábolas que desarmaron la solemnidad y rimbombancia con que se pretendió guiar aquel encuentro. La sencillez y profundidad de las respuestas de Saramago contrastaron con la petulancia de las primeras preguntas, y el resultado final fue que los presentes se convirtieron, sin apenas notarlo, en niños sentados en las rodillas del abuelo sabio, aprendiendo que las cosas esenciales de la vida están alejadas del oropel.
Reconoció ante los chavos del Tec que no había nacido para ser escritor, mucho menos para que le otorgaran un Nobel, “aunque es un reconocimiento que ya tengo; pero ¿quién nace para ser esto o aquello? Lo cierto es que hay millones que nacen para la nada; de alguna forma, nací para la nada, en un pueblo de gente analfabeta. Si mis padres no hubieran decidido irse a Lisboa para intentar vivir un poco mejor, quizá seguiría en mi pueblo, Azinhaga”.
Con naturalidad, Saramago habló del dolor “un poquito tonto” que le causaba pensar que no cumplió el sueño de su vida: ir a la universidad, pero enseguida reviró: “las cosas son como son y no vale la pena llorar sobre la leche derramada”.
Contó que realizó su formación en bibliotecas públicas y, sobre todo, nutriéndose de las experiencias de sus abuelos, “pero no quiero hacer ninguna demagogia. Sería fácil decirles: ‘miren, yo que tuve un origen tan humilde aquí estoy con la gloria, la fama y el triunfo’. No. Lo importante es que de una manera sensible podamos comunicarnos unos con otros por medio de la palabra, una palabra directa, franca, honrada, clara, que no se disfraza.
“Nadie, pero nadie, tiene el derecho de ser irónico con otra persona porque eso es considerarse superior a otro. La ironía es necesaria y hasta vital cuando va dirigida a las instituciones, al poder, a la prepotencia. Pero en una vinculación personal sería como una relación entre colonizador y colonizado.”
Al terminar la conversación con la comunidad del Tec, Saramago firmó durante casi una hora cientos de libros de su autoría. Ofreció su sonrisa, su paciencia, un apretón de manos y, para los menos tímidos que se lo solicitaron, abrazos y besos que provocaron lágrimas en el lector y emoción en el escritor. “Gracias por estar en México, lo queremos”, le dijo con mucho respeto una mujer mayor mientras le acariciaba el brazo; “mira cuánto costaba tu libro antes del Nobel”, con más confianza le expresó un muchacho, que abrió mucho los ojos para no olvidar el rostro de aquel abuelo narrador de historias y luego se alejó abrazando la novela, sonriendo, paladeando aquellos minutos, para algún día contar la anécdota al nieto sentado en sus rodillas.
La gira continuó con una visita a las instalaciones del diario La Jornada. Mientras llegaba al periódico, en el auto Saramago escuchó atento las noticias vespertinas que transmitía la radio del vehículo. La nota del día era el hallazgo de una narcofosa en Chihuahua, con el apoyo de la FBI. Ante esto el maestro afirmó: “¡Qué absurdo cuando mencionan las narcofosas, los narcolaboratorios, los narconegocios! No me gusta que para simplificar a todo le ponen el prefijo narco”.