Este domingo, quienes acudan a marchar en defensa del INE y la democracia lo harán convencidos de que el Presidente y su gobierno no pretenden enmendar el gran edificio institucional dedicado a organizar elecciones y garantizar su limpieza, sino destruirlo. El Presidente ha insistido en que no es así, pero no parece haber convencido a nadie.
El instituto y las elecciones que debe organizar y administrar pueden ser más baratos, nos han dicho los gobernadores de 21 entidades de la República, pero no es esa la cuestión en litigio. Mucho puede y debe hacerse en ésa y materias aledañas, así como en todo el territorio de las autoridades locales electorales, pero no es el momento y no debería ser misión del gobierno y el partido gobernante hacerlo. Los partidos que forman hoy la oposición, junto con las organizaciones de la sociedad civil involucradas en el proceso electoral tendrían mucho que decir sobre esto, pero, como se ha insistido, no es este el momento adecuado para acometer una nueva reforma electoral de gran o mediano calado.
El país puede esperar por un INE bien afeitado y esbelto; lo que no puede hacer es asistir casi sin pausa ni refugio, a una forma de gobernar dedicada a alterar el ánimo de interlocutores y audiencias, acompañados las más de las veces de informaciones nunca completas sobre proyectos y programas que no han contado con buenas maneras de evaluación y seguimiento. Aparte de eso, no pocos ciudadanos temen que el mal gobierno se haya trasminado a prácticamente todo el cuerpo profesional de los servidores públicos. Sometidos a cataratas de maltrato verbal y a un ambiente de temor y zozobra laborales, los trabajadores al servicio del Estado sólo parecen buscar que el calendario se acelere, mientras la labor de zapa de los enemigos del Estado continúa.
Institución emblemática de nuestro largo y accidentado camino democrático ha sido, lo sigue siendo, el Instituto Nacional Electoral, antes IFE. No sólo por su funcionamiento, sino porque da cuenta de lo complicado y azaroso que ha sido ponernos de acuerdo entre nosotros para construir los acuerdos políticos indispensables para avanzar en la construcción democrática de la democracia.
Sus elevados costos, sus candados miles, su composición misma dan palmariamente cuenta de un profundo sustrato de desconfianza que, como ave de mal agüero, no ha dejado de sobrevolar. Ahí ha estado a la espera del “momento” para saldar rencores o ajustar la maquinaria a modo para, desde el poder, y sin pudor, mandar al diablo los pactos fundacionales de nuestra larga transición.
Defender nuestras instituciones, no derruirlas, es condición necesaria para mejorar y reformar el complejo institucional erigido para encauzar por la vía democrática nuestro pluralismo. Someter los ánimos y las diatribas parece ser regla fundamental, tanto como hacerse cargo de una perspectiva mayor: la de renovar la práctica política y cultural, jurídica y constitucional.
La crítica a las instituciones y su cambio no debe ser, desde ningún ángulo que se le vea, renuncia al orden democrático ni a su legalidad, sino una congruente reivindicación de su funcionamiento. No es ésta, precisamente, lo que ahora está sobre el atril mañanero. Las ofensas personales del Presidente a intelectuales y políticos destacados y respetados son inadmisibles. Detener la espiral de violencia verbal es urgencia mayor. Evitar que los discursos altisonantes y destructivos contaminen nuestros intercambios y cotidianidades.
El gobierno está obligado a buscar acuerdos y a hacer política. Entender que la palabra es uno de los componentes insustituibles del Estado democrático moderno. En democracia no hay sucedáneos para el diálogo. No podemos permitir que los exabruptos se pretendan como sustitutos a planteamientos críticos sobre las reformas que México requiere.
No me parece que poner en orden la gramática de nuestra política gastada a fuerza de tanto abuso sea misión imposible. Así lo demostrará José Woldenberg esta mañana al culminar la marcha en defensa del INE y por la democracia.
Tampoco lo es proponerse recuperar el orden republicano, la cooperación política pluralista como tarea cooperativa y de todos. Así y sólo así podremos los mexicanos emprender un nuevo curso de desarrollo. Estos son hoy, aquí y ahora nuestros compromisos vitales, el punto de partida para un acuerdo en lo fundamental.