Se verán horrores. No es casualidad que Elon Musk armara su espectáculo de la compra de Twitter antes de las elecciones intermedias en Estados Unidos. Es difícil de tragar que el sudafricano se comporta como Atila sólo por simpatías hacia el probable candidato republicano a las elecciones de 2024. La trama de fondo aquí no es la afición a Trump; él es el Trump de Silicon Valley.
No es nueva la idea de que estos dos provienen del mismo tronco ideológico. Hace cuatro años, después de un exabrupto de Musk –llamó pedófilo al buzo que salvó a 13 niños tailandeses atrapados en una cueva–, el periodista Bret Stephens, de The New York Times, pidió a los lectores que identificaran al personaje: “Tiende a erupciones desquiciadas en Twitter. No soporta las críticas. Abomina los medios por sus supuestas mentiras y amenaza con crear un aparato estalinista para controlarlos. Consigue que la gente le dé dinero prometiendo cosas que no puede cumplir. Es un multimillonario cuyo negocio flirtea con la bancarrota. Se ha vendido como un iconoclasta antiestablishment, pero es poco más que un estafador aventajado. Tiene legiones de fanáticos y éstos son, admitámoslo, un poco estúpidos”.
El portal Axios ha recordado que el nuevo director ejecutivo de Twitter está dirigiendo la compañía con el mismo manual que usó el ex presidente estadunidense cuando ganó las elecciones en 2016. La receta trumpista es conocida por sus cuatro puntos básicos: confiar en su círculo interno elegido por su “lealtad” más que por su experiencia; captar la atención del público aventando propuestas e ideas –no pocas veces disparatadas– antes de que su propio equipo las haya examinado internamente; y mantener a todo el mundo en un estado permanente de incertidumbre y miedo.
El tuit que Elon Musk envió el lunes, donde alentaba a los “votantes de mentalidad independiente” a elegir a los republicanos, ha marcado un cambio significativo para los líderes de las empresas de redes sociales, que tienden a evitar el posicionamiento partidista, aunque trabajen para el gobierno de turno. En esto también se parece a Trump, que se hizo de un espacio mediático con base en un posicionamiento ideológico ultraconservador y de movilizar subculturas abiertamente racistas, machistas y homófobas que reclamaron más libertad frente a una pretendida dictadura de lo políticamente correcto.
Y el negocio por delante, siempre. Trump usó la Casa Blanca como un activo para aprovechar las ventajas de sus otras posesiones (la industria de las celebridades, los hoteles y los campos de golf). Musk también difumina los límites entre las empresas que posee y se extravía en proyectos para colonizar Marte, crear robots humanoides e inventarse una Internet orbital a imagen y semejanza de sus delirios autoritarios.
Como Trump, Musk ha explotado la desconfianza de la gente que tiene miedo al futuro y prefiere a alguien que le hable con ideas grandilocuentes. Ambos saben que las empresas de redes sociales son el complemento ideal de cualquier desatino, porque permiten procesos de identificación tribal, mundos compactos con enemigos que combatir y líderes arrogantes con los que identificarse.
El martes se produjo el primer proceso electoral en Estados Unidos en el que millones de votantes fueron a las urnas después de una insurrección que intentó tomar el Capitolio de Washington y con una lista de más de 300 candidatos republicanos que objetaban rotundamente los resultados de las elecciones previas. El uso de las plataformas de redes sociales para difundir afirmaciones falsas sobre la “elección robada” ha sido ampliamente documentado, así como el papel de Trump en las operaciones de desinformación y al frente de un ejército de neoconservadores, con cuartel general en Florida.
¿Qué tiene eso que ver con Musk? Cuatro días antes de la elección en Estados Unidos, el multimillonario despidió a 3 mil 700 empleados de Twitter, incluidos los equipos que se encargaban de la desinformación electoral. Con la mitad de los trabajadores fuera y la otra mitad desmoralizada, los filtros laxos y selectivos, pero filtros al fin, desaparecieron. Un estudio de la agencia Bloomberg publicado este martes demostró que, con las expulsiones masivas, la plataforma social ha visto el aumento exponencial del lenguaje violento. Por ejemplo, el uso de la palabra nigger, la forma despectiva y racista de referirse a los afroestadunidenses, se disparó. Los mensajes de QAnon, gran generador de teorías conspiranoicas, se triplicaron. Una campaña coordinada para publicar mensajes antisemitas tuvo más de mil 200 tuits y retuits.
El cobro de ocho dólares mensuales para las cuentas “verificadas” por la compañía, con servicios más relevantes para una élite que pueda pagar, tampoco parece garantizar el control de la basura digital y de las campañas de desinformación. En realidad, es una licencia para que organizaciones y personas que se dedican a operaciones de propaganda sucia legitimen su actividad mediante el simple trámite de pagar por ello. El supuesto de que ricos y famosos siempre dicen la verdad, y no acosan y no calumnian, es tan falso que basta con recordar nuevamente a Trump. Y a su compinche, claro.