El envío de la reforma electoral al Congreso ocasionó un fenómeno nada despreciable: la emergencia de la gran coalición conservadora. Ahora aparecieron, con fuerza, cámaras de empresarios, partidos políticos, variadas agrupaciones de la sociedad, precandidatos opositores, medios de comunicación y una nutrida cabalgata de opinadores por demás beligerantes. Hasta la Iglesia católica hizo su fulgurante aparición en este álgido escenario. El llamado fue diseñado por unanimidad: el INE no se toca. La defensa de esa institución ha sido, casi por imperiosa necesidad, polarizante. Nada de medias tintas. En este crucial asunto se debe oponer, con forzuda decisión, todo recurso para evitar que se pervierta la democracia. Ni más ni menos, la mismísima democracia entra en el peligroso juego ante la terrible pretensión gubernamental de estropearla. Porque eso se asevera sin titubeos; el Presidente trata de someter al INE a sus designios que, por lo demás y como resultado obligado, lo destruirá.
Súbitamente se esparce un maligno rumor: ha empezado en los corrillos del Congreso una negociación que puede alterar posturas opuestas al impulso destructivo que se pensaban firmes. La sociedad se entera de que un partido de la coalición opositora (PRI) ha puesto oídos a las intenciones de los morenos y sus aliados. ¡Oh, santo espanto! Se agravia la frágil e inestable coalición que, entre estertores, lanza improperios. La protesta es airada, encendida por la traición en proceso. Nada o muy poco se sabe de los términos precisos de la negociación alegada. Pero con la disposición a sentarse basta y sobra para prender alarmas y reclamos.
Se empiezan, con prisa, a desenhebrar contenidos. Desde ambos lados del forcejeo van apareciendo detalles, complejos unos, otros sencillos de apresar. Súbitamente y en medio de la disputa, surgen los datos de una encuesta, elaborada por el INE y, por tanto, sin sombra de sospecha que podría ser malsana, si fuera oficial. Los datos son demoledores para tan atrincherada coalición defensora. La población está de acuerdo en la necesidad una reforma. No sólo eso, sino que piensa que el INE es costoso, que los partidos reciben mucho dinero y que hay necesidad de renovar la insigne e intocable institución electoral.
La postura de la coalición conservadora es intransigente y totalitaria: “se encuentra en riesgo la composición misma de las instituciones del Estado y, claramente, la estabilidad de la estructura política”; “la disyuntiva es de la mayor gravedad”; “el cambio sería total, pues involucra a la cancha, el juego mismo que sería completamente diferente, inventado, sin experiencia, sin jugadores reconocidos, sin árbitros entrenados, e incluso con un público que no entendería qué está pasando. Y a ver cómo nos va” ( Proceso, 6/11/22). Así resumen algunos la base inamovible de sus argumentos. El gobierno ha decidido desaparecer todo el entorno electoral frente a sí. “Si los consejeros son los que organizan las elecciones, ¿quién organizará la elección de quienes tienen la encomienda de llevar a cabo esa labor?” ( Proceso, 6/11/22) Como claramente se aprecia, el rechazo es absoluto y hasta deja entrever el absurdo y trágico final.
Por lo que se puede otear, hay ciertos puntos rojos en la propuesta oficial que causan mayor resquemor. Uno es la elección popular directa de los consejeros y magistrados de una lista propuesta por los tres órdenes de gobierno. Otro, es la disminución de legisladores plurinominales. Un tercer punto atañe a la titularidad del registro ciudadano por otro organismo autónomo. Y, finalmente, lo que concierne a los previstos ahorros, tanto por salarios de magistrados y consejeros como por gasto completo de las elecciones, que serían federales y que incluyen menores prerrogativas a los partidos. Hay una salvedad que no se ha puesto a discusión, pero que, al parecer, concita acuerdos de todos: las urnas electrónicas. Esta alternativa aliviaría, casi de facto, mucho de lo controvertido y daría confianza y aceptación a los resultados de la voluntad ciudadana.
Pero la disputa no se detiene en la reforma introducida para la discusión, sino, en realidad, llega al corazón de la fiera disputa: el juicio a la presente administración o, si se quiere, al modelo en construcción. Para la oposición el planteamiento se basa en el fracaso, ostentoso y cierto de la llamada 4T. Ahí aterriza gran parte de los razonamientos de base. El Presidente, en medio de su fracaso, intenta controlar las elecciones que le pueden ser adversas. Tantas veces han apostado al fracaso terminal que se cree, en verdad, demostrado tan central punto. Por tanto, “se quiere anular el derecho ciudadano a decidir, como en los viejos tiempos” ( Reforma, 6/11/22). Al plantear tan tramposa reforma se pretende, alegan, “recrear un mundo que desapareció hace medio siglo y que no es recreable o repetible”. ¡Ajá!