En el mundo globalizado, costumbres y tradiciones dan por cambiar rápidamente. Muchas desaparecen. En México, La Fiesta de Muertos ofrece especial evidencia de estos cambios. El frenesí histriónico y masivo que despierta de un tiempo a esta parte lleva a rastrear de dónde viene esta transformación. Mercadotecnia más, o menos, sin duda ello demuestra a qué grado se trata de una conmemoración viva. En las ciudades ha devenido carnavalesca. Pero hasta hace poco no era así.
Este comentarista ya ha reflexionado sobre el tema y lo que ubica como orígenes de esta feroz modernización de nuestro tú-a-tú con la muerte y los muertos. Entre los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, los mexicanos, legales o no, radicados en el sur de Estados Unidos, particularmente California, engarzados con la imaginería chicana que pisa fuerte hace décadas y tiene en Mictlán su apogeo mitológico, dieron un giro a la celebración de la Noche de Muertos lejos de las tumbas verdaderas, en parques, escuelas o patios, muy a la manera de sus pueblos: ofrendas, tamales, música, rezos, trago, lágrimas y risas. Su vecindad calendárica con el Halloween (no entraremos aquí a las brumas medievales o precortesianas que avecindan las noches de brujas y de muertos) atrajo de pronto a los estadunidenses propiamente dichos, blancos, sobre todo, pero también de origen indio, coreano, ruso o filipino ya bien “americanizados”.
El Halloween en Estados Unidos sí es carnavalesco entre los adultos y hasta orgiástico, sumamente divertido. Se disfrazan y deschongan inspirados en cuentos y películas de horror, abundantes en la zona pulp de ese cultura. Con Muertos encontraron un motivo para alargar la fiesta una noche más, y cambiar su disfraz por uno menos aterrador que sangrantes máscaras y maquillajes: las calacas que los mexicanos exhibían en monigotes entre papel picado, veladoras y retratos de los parientes difuntos.
Al público le gustó la idea de cubrirse la cara de blanco y negro para pintar su calavera. Al principio fue para los niños. Pronto, muchos pagaron por maquillarse. La Noche de Muertos se hizo grande en California. Implicó a los sectores tolerantes o amantes de “lo mexicano” en la sociedad dominante; no fue cosa de republicanos o racistas, sino de gringos progresistas.
Luego vinieron las producciones hollywoodenses que popularizaron estos outfits y maquillajes en escenarios mexicanos: A Night In Old Mexico (2013), 007 Spectrum (2015) y Coco (2017), cada una más taquillera que la otra. Así, los sueños satíricos de José Guadalupe Posada y su huella en el muralismo adquirieron fachas y escenarios reales gracias al ánimo carnavalesco de los vecinos del norte.
Las empresas de turismo, moda y pronto todo el mercado capitalista se poblaron de papel picado, gente decorada y disfrazada de calaca Catrina o esqueleto trajeado. Y cada año más millones de los bombones amarillos del cempasúchil en las decoraciones de temporada.
Permítaseme un salto al pasado. Hacia los años 60, la muy populachera fiesta de muertos ocurría en los panteones de pueblo. Se expresaba en panaderías y mercados, pero las clases media emergentes no andaban poniendo ofrendas. Si acaso comían calabaza en tacha y pan de muerto. Iban a misa. México era casi nomás católico (o ateo, pero sensible al folclor nacional). La fiesta no era muy distinta de la que vieron Eisenstein y Tissé. La de Maclovia (Emilio Fernández, 1948), Macario (Roberto Gavaldón, 1960), Yanko (Servando González, 1961) y hasta la muy alburera comedia-drama Día de Difuntos (Luis Alcoriza, 1988). Mucho panteón y veladoras, ferias en los pueblos y los barrios.
Entonces vino el terremoto un septiembre de 1985. La mortandad, la desgracia y la tristeza fueron generales. La población, sacudida, espantada y conmovida se movilizó. Mes y medio después se conmemoraron los muertos. Y una cosa entrañable, atávica tal vez, reavivó la tradicional instalación de ofrendas al estilo campesino y popular en hogares, escuelas, oficinas, aparadores. El Zócalo de la capital fue una constelación de ofrendas encendidas llenas de sentimiento, dolor y desahogo. Nuestros muertos estaban con nosotros como nunca antes. Y celebrábamos seguir con vida.
Como se dice, de ahí pal’ real. Las fiestas de Muertos conquistaron a las clases medias y al proletariado urbano. La fiesta estaba de regreso en vecindades, colonias y fraccionamientos. Llegados al ciclo de violencia, secuestros y asesinatos en el siglo XXI, nuevos sentidos alimentaron la conmemoración. Masacres y desapariciones confirieron a esa fecha su sentido trágico y de reclamo.
Publicistas, funcionarios y prestadores de servicios turísticos ven crecer la fecha en sus bolsillos. Ya todos nos pintamos la cara y desfilamos detrás de James Bond por cortesía de los gobiernos capitalinos. Se agregó un nuevo ingrediente, soterrado por evasión pero acuciante: el efecto mortal y mental de la pandemia próxima pasada. Catarsis después de la peste.