El triunfo de Lula tiene dos frentes. En el plano interno no esperemos demasiado. La heterogénea alianza de gobierno pondrá cotos a las reformas. Si el proyecto “hambre cero” canalizó sus esfuerzos entre 2003 y 2021; hoy, en un país donde las armas campan a sus anchas, Lula centrará su proyecto en bajar los decibelios del enfrentamiento político y devolver cierto grado de confort a los sectores medios, mediante el consumo. Pero, además, deberá enfrentarse a 30 por ciento de la población adscrita al credo evangelista, movilizado por Bolsonaro. Son sus huestes, harán lo que les diga. Tienen una visión mesiánica del quehacer político en Brasil. Dios y el diablo. Bolsonaro encarna el bien y Lula el mal. La utilización de Bolsonaro de futbolistas como Neymar, Paulinho, Lucas Maura o Felipe Melo y viejas glorias como Rivaldo, Robinho, Cafú o Ronaldinho en su campaña es parte de la nueva estrategia evangelizadora que llama a la resurrección de Dios encarnado en la figura de Jair Bolsonaro. En esta fiebre evangelizadora, Donato, ex jugador de la selección nacional, una vez conocidos los resultados, pidió, cito textual: “ir a la guerra para poner fin al comunismo de Lula da Silva en Brasil”. Ahí radica uno de los escollos a los que se enfrentará el nuevo gobierno de manera inmediata. Y no por casualidad, tras su triunfo, Lula señaló: “el pueblo quiere libros en lugar de armas”.
Un segundo frente, en el cual Lula podrá desplegar su prestigio, es en el campo de las relaciones internacionales. En él, sus virtudes como líder regional son un activo. En su anterior mandato fue valiente y asumió un compromiso antiimperialista. Apuntaló Unasur, potenció el comercio interregional, impulsó la Celac, respaldó la revolución cubana, realizó alianzas con Hugo Chávez y fue impulsor de la soberanía regional. Su figura ganó enteros, proyectándose a escala mundial como una persona dialogante; sin olvidar el rechazo al intervencionismo estadunidense en el golpe de Estado que derrocase, en 2009, al presidente de Honduras, Manuel Zelaya.
Sin embargo, el mundo que llevó a Lula al Palacio de la Alvorada en 2003 se ha esfumado. Los acontecimientos en el este de Europa han precipitado una coyuntura caracterizada por un estado de guerra permanente. Occidente, la OTAN y Estados Unidos mantienen una posición de fuerza contra todo aquel que manifieste su rechazo a la guerra. La hoja de ruta ha sido alterada. Múltiples crisis se han profundizado. Bajo el manto de la pandemia del covid-19, es prioritario combatir el cambio climático, el calentamiento global, el hambre, la crisis energética y la profundización de las desigualdades, aspectos crónicos del capitalismo.
Con el gobierno de Bolsonaro, Brasil perdió peso en el escenario mundial. Su militancia en el negacionismo lo convirtió, según la revista Nature, en una amenaza para la ciencia, la democracia y el medio ambiente. Lula deberá reposicionar a Brasil. De ello depende, en gran medida, la estabilidad de la región y, al mismo tiempo, el éxito de su gobierno. De ahí la importancia de haber logrado un pronto reconocimiento del triunfo electoral, sin ambages, por parte de la comunidad internacional. Al hacerlo, ésta trasmitía una advertencia al presidente saliente: no toleraría, al menos en principio, ningún intento desestabilizador o conato de guerra civil de su parte. Aunque es un buen comienzo, a partir de enero de 2023, se desatarán las hostilidades. Lula deberá lidiar con un globalismo de guerra practicado por Joe Biden y sus aliados.
Estados Unidos se resiste a perder cuotas de poder a escala mundial. Ser el “factótum del mundo libre” es prioritario para cualquier gobierno estadunidense, sea republicano o demócrata. El enemigo a batir no es Rusia. Su bestia negra es China. El apoyo al gobierno de Zelensky, en lo militar y económico, es el pretexto para obligar a China a tomar partido por Occidente y abandonar a Rusia a su suerte. Brasil puede desnivelar la balanza, recuperando el papel de los BRICS y, sobre todo, haciendo de América Latina un puente para la paz. Lula da Silva es un punto de inflexión en la geopolítica del hemisferio sur. Además no estará solo. El contrapeso ejercido por gobiernos conservadores se ha roto o debilitado. Hoy es imposible revivir el Grupo de Lima contra Venezuela.
América Latina, salvo excepciones, asume las políticas diseñadas por la Casa Blanca para la región, y la OEA es un ejemplo de ello. Las divergencias en materia de migración, la lucha contra el crimen organizado y los cárteles de la droga suelen desaparecer en cuanto se trata de la seguridad hemisférica. Las fuerzas armadas latinoamericanas son dependientes del complejo militar industrial estadunidense. Cuando algún país ha buscado otros mercados para abastecer a sus ejércitos, Estados Unidos recurre a la amenaza o paraliza inversiones de capital, hasta torcerle el brazo. En conclusión, Lula tendrá, en el plano internacional, un mayor aval en sus políticas. Además, China no es considerada un enemigo manifiesto en la región. Al contrario, sus inversiones y los tratados bilaterales son bien vistos. Su presencia no conlleva poner de rodillas a los gobiernos o aceptar condiciones draconianas, como sí las imponen Estados Unidos y la Unión Europea con sus empresas trasnacionales. Ello abona el terreno para redefinir el papel de Brasil y América Latina en el escenario mundial, en el que Luiz Inácio Lula da Silva es una figura crucial. De él depende que la balanza se incline por la soberanía de los pueblos de nuestra América o hacia una mayor sumisión al poder imperial.