Puñaca Tinta María. Un bote descansa solitario en el suelo agrietado sobre el que algún día flotó: el lago Poopó, el segundo más grande de Bolivia, desapareció llevándose consigo una forma de vida milenaria.
Los urus se hacen llamar “gente de agua”. Maestros de la pesca y la cacería de aves como los flamencos, vivieron siglos en islas flotantes y balsas de junco hasta que se asentaron en la orilla.
Los abuelos de Félix Mauricio se mudaron a Puñaca Tinta María en 1915, cuando el Poopó inundó el caserío de chozas donde vivían.
“Los pescados eran grandes, un pescadito eran tres kilos”, recuerda Mauricio, pescador retirado de 82 años que mastica hojas de coca para mitigar el hambre. Usa sombrero de totora, el junco nativo con el que se fabrican barcos, y un poncho a rayas, insignia de los urus, pueblo establecido desde hace miles de años en Perú y Bolivia.
“Acá era el lago. Rápido se ha secado”, dice Mauricio a la Afp, de rodillas en el lecho que ahora es un desierto.
El Poopó, un lago salado que abarcaba 3 mil 500 kilómetros cuadrados en su auge en 1986, se evaporó por completo a finales de 2015. Estudios científicos lo atribuyen al cambio climático y la extracción de agua para la agricultura y la minería en el altiplano boliviano, a unos 3 mil 700 metros sobre el nivel del mar.
Una investigación publicada en 2021 en la revista Journal of Hydrology: Regional Studies apunta a la “variabilidad climática” y el uso de agua para riego como las causas del retroceso del lago.
La familia Mauricio es una de las siete que quedan en Puñaca Tinta María, en la región de Oruro, suroeste de Bolivia. Antes de que el Poopó se secara, eran 84 familias, afirman quienes todavía viven en ese minúsculo poblado erigido a la orilla del lago, hoy convertido en páramo árido.
Junto a dos pueblos cercanos, Llapallapani y Vilañeque, es el hogar de los urus que quedan en la zona, sólo unos 600 según un estudio de 2013. “Hartos vivíamos aquí antes. Ahora se han salido, no hay trabajo”, lamenta Cristina Mauricio, hija de Félix.
Sin lago, los urus han aprendido a ser albañiles, mineros y agricultores de quinoa u otros cultivos para ganarse la vida.
En los últimos años, la lluvia ha hecho resurgir una fina película de agua en partes del lago, casi sin peces o aves.
“¿Quién pensaba que el lago se iba a secar? Nuestros padres confiaron en el lago Poopó... Tenía peces, aves, huevos, todo. Era nuestra fuente de vida”, lamenta Luis Valero, mallku o líder espiritual de los urus del Poopó.
“Hemos quedado huérfanos”, añade el pescador de 38 años, a cargo de cinco hijos que corretean alrededor de una canoa en la puerta de la casa de adobe.
Además de haberse quedado sin su lago, los urus tampoco tienen tierra: sus vecinos, los aimaras, cuidan celosamente los campos de los que se adueñaron hace años gracias a títulos de propiedad entregados por el Estado.
El gobierno pretende repartir las parcelas restantes entre los urus, pero ellos aseguran que pocas son fértiles.
Lo que queda del lago es en gran parte una costra de sal en la que los últimos habitantes del pueblo depositaron sus esperanzas. Gastaron lo poco que tenían en una pequeña planta para elaborar sal yodada. Pero no pudieron reunir 500 dólares para comprar bolsas en las que envasar la sal.
“Los urus van a desaparecer si no tomamos las previsiones a tiempo”, aseveró la senadora Lindaura Rasguido, del gobernante Movimiento al Socialismo, al visitar la zona en octubre.
Según la Organización de Naciones Unidas, el número de personas en zonas con escasez de agua oscilará entre 2 mil 700 y 3 mil 200 millones hacia 2050, frente a mil 900 millones de la primera mitad de la década de 2010.