Más de 3 mil personas se dieron cita esta misma semana en una rave organizada en las afueras de la ciudad italiana de Módena, al calor de un Halloween que colonizó hace años las costumbres europeas. La fiesta, en un terreno agrícola ocupado, debió ser mundial, envidiable, pero difícilmente hubiese llegado a la prensa del continente si el recién estrenado gobierno neofascista encabezado por Giorgia Meloni no hubiese aprovechado el festival para lanzar su primera ley. La norma lleva el sello de Matteo Piantedosi, conocido como el “prefecto de hierro” en su época de delegado de gobierno en Roma, y actual ministro del Interior –Secretaría de Gobernación, para entendernos–. Él fue el encargado de enviar la policía a disolver la rave de Módena.
La alarma causada por la nueva ley no ha venido por un interés repentino por los derechos de los raveros, noble y entrañable tribu humana que se conforma con un lugar en el que la música no cesa. La alarma, que va desde los partidos de la oposición hasta organizaciones como Amnistía Internacional, la ha causado la calculada ambigüedad con la que está redactada la ley, que prevé penas de entre tres y seis años de cárcel para quien promueva “la invasión de terrenos o edificios para reuniones de más de 50 personas que sean peligrosas para el orden público, la seguridad pública o la salud pública”.
Con ese redactado, cualquier concentración puede ser perseguida por el gobierno; las raves apenas son las paganas de una norma que ofrece patente de corso al Ejecutivo italiano. Con una arbitrariedad lacerante, por supuesto, porque en los mismos días más de 2 mil personas se reunieron para conmemorar el centenario de la Marcha sobre Roma que encumbró a Mussolini hace un siglo, sin que la policía de Piantedosi moviese un dedo ante semejante apología del fascismo.
Hay que seguir de cerca a Italia, porque siempre anticipa acontecimientos. Quizás este sea, lejos del histrionismo de Trump, el rostro del neofascismo en el poder europeo, o al menos en su inicio: más taimado y rebuscado, parapetado tras pretextos como ahora las raves, pero con la misma agenda de siempre: achicar espacio a las libertades, perpetuar privilegios y violar derechos humanos. Mientras estas letras son escritas, más de un millar de migrantes rescatados en el Mediterráneo –otro día hablaremos de esta inmensa fosa común– esperan que el gobierno de Meloni abra sus puertos.
En esta incipiente –y no irremediable– vía europea al autoritarismo, la ley es una piedra angular, el baluarte que garantiza la construcción paulatina de un nuevo orden. No es casualidad que Meloni comience por ahí. ¿Para qué adecuar tus políticas a la ley si puedes escribir la ley que se amolde a tus políticas? Las grandes mayorías absolutas son armas de calibre mayor en manos de una derecha desacomplejada: a las amplias coaliciones con las que la izquierda logra rozar algo de poder en el continente les cuesta sudor y lágrimas revertir la ley más simple.
Está ocurriendo a pocos kilómetros, en España. El “gobierno más progresista de la historia”, como lo bautizaron sus impulsores –lo más dramático es que tienen razón–, ni siquiera ha logrado revertir las normas más liberticidas de la anterior era de Mariano Rajoy. El ejemplo paradigmático es la Ley de Seguridad Ciudadana, más conocida como la ley mordaza, que limita severamente el derecho a la manifestación, impide la fiscalización adecuada de las actuaciones policiales y otorga una amplia discrecionalidad a los agentes de seguridad a la hora de imponer multas por, simplemente, faltar al respeto a un agente de la autoridad. PSOE y Podemos, más por el primero que por el segundo, no han sido capaces de llevar a cabo la derogación prometida en campaña.
Otro ejemplo es la reforma del tipo penal de sedición, que fue el empleado para condenar a los líderes independentistas catalanes. El gobierno insiste en que lo hará, algo que ha llevado a un timorato Feijóo a bloquear de nuevo las negociaciones para la renovación de la cúpula judicial española, que lleva un lustro en funciones –eso sí que es una rave en condiciones–, pero lo cierto es que estamos en el último año de legislatura, y todavía no ha habido reforma.
La aprobación de una ley deja su aplicación en manos de dos estamentos que, por lo general, responden a intereses conservadores, cuando no abiertamente autoritarios. Hablamos de los jueces y los policías. Con ellos, la derecha se asegura el control de resortes claves mientras la incómoda democracia lo condena a la alternancia en el poder político.
De hecho, son resortes con vida propia, capaces de convertir en liberticidas medidas aprobadas con la intención original de proteger a minorías. Ocurre con los delitos de odio, que han acabado sirviendo para condenar insultos a la policía, pese a ser originariamente incluidos en el Código Penal con la idea de proteger a colectivos amenazados como migrantes, comunidad LGBT+ y disidencias varias. Quizá cabría incluir a los raveros, últimas víctimas de una derecha ultramontana que busca perpetuar a través de leyes y tribunales lo que acaba perdiendo en las urnas.