“Marta, ella será de los nuestros tras la segunda vez que su sangre penetre en mi cuerpo. Y luego así quedará, por los siglos de los siglos, sedienta de su propia sangre, buscándola inúltilmente, noche a noche, en otros cuerpos, como lo manda nuestro destino. Como lo haces tú, como lo hago yo y como debemos hacerlo todos los que, como nosotros, estamos divididos en ese extraño puente que hay entre el final de la vida y el comienzo de la muerte…”
Conde Duval
La sofisticación del relato en torno a los vampiros parte de la novela Drácula, de Bram Stoker, de 1897, pero ha mutado en muchas formas a partir de las acepciones básicas del mito vampírico desarrollado con mitos y leyendas de Transilvania, fuente de inspiración del escritor irlandés. Se dice que cada cinematografía tiene su propio Drácula, tenga ese nombre o cualquier otro, pero siguiendo las condiciones narativas de la novela clásica. El director mexicano Fernando Méndez hizo su propia versión, sorprendiendo con un largometraje que no sólo cumplía las enclaves del género, sino hizo sus propias aportaciones al horror cinematográfico con un clásico que rebasó las fronteras: El Vampiro.
El colmillazo
Con la inscripción que reza: “Señor Duval. Sierra Negra. México. Domicilio conocido”, se descarga enorme caja de madera que cuatro hombres maniobran con dificultad en la estación de trenes. Del mismo ferrocarril desciende la señorita Marta González (Ariadne Welter), quien esperaba que alguien la recogiera desde la hacienda de Los Sicomoros, mismo sitio al que se dirige el joven bromapronta Enrique (Abel Salazar, también productor de la cinta), quien pronto trata de auxiliarla, mientras la enorme caja es vista como “caprichitos de gente rica”, de acuerdo con la opinión del encargado de estación (Guillermo Álvarez Bianchi), al conocer que la importación de la tierra (que porta la caja) viene ni más ni menos que de Hungría. La caja es puesta en carreta con intimidante conductor (Armando Zumaya), quien acepta que Marta y Enrique viajen con su carga rumbo a Los Sicomoros, pero los hace descender antes, forzándolos a tomar tenebrosa ruta boscosa, donde los sigue al paso la siempre amenazante Eloísa (Carmen Montejo), tía de Marta, como perenne ente fantasmal en porte, atuendo negro, viento custodiándola y voz tétrica.
Marta se encuentra con la mala noticia de que su tía ha fallecido, derrotada por sus miedos a los vampiros, leyendas que cubren la región, de la que mucha gente ha escapado. Enrique resulta ser un doctor solicitado por el tío Emilio (José Luis Jiménez), quien llegó de incógnito para certificar y combatir las amenazas vampíricas. En el minuto 25 se presenta un movimiento de cámara que se aproxima al ataúd en unos sótanos. Una mano abre la tapa con cautela y el sarcófago queda abierto para develar la figura del elegantísimo conde Duval (Germán Robles), quien se yergue viendo de frente a la cámara. Impecable, de traje, medallón y capa alta, el personaje es dueño de la escena en cada paso. Las múltiples apariciones y desapariciones, transformaciones en murciélago, complementan un lenguaje que impacta al espectador mientras Duval es firme, seductor, de una transgresión que descoloca a los apocados habitantes de la hacienda. Claro que él importó la tierra, pensando en su sacrificado hermano vampiro, muerto cien años antes. “De ahí se lavantará de nuevo a la vida mi hermano, el conde Karol Lavud”. El plan puede complicarse por la presencia del extraño Enrique, sobre quien Duval y Eloísa hablan en forma telepática. El interés de Duval por comprar Los Sicomoros tiene peligroso fondo, pero ni las ofertas económicas ni la presión del conde y la tía, ni una primera mordida hacen que Marta piense en vender la tierra de su familia.
Entre la niebla
Con gran resolución técnica de arte y escenografía (Gunther Gerszo), es alucinante la fotografía extraordinaria de Rosalío Solano, quien hace portentosos cambios de iluminación ante los ataques del vampiro, ubicando franjas de luz a la altura de sus ojos, con fuertes contrapicados de iluminación ante transformaciones, búsqueda de sombras y siluetas, composiciones elaboradas contra escaleras, ventanas… no hay desbordamiento por mover la cámara y sí un cuidado armónico por los establecimientos de cada plano, con lentes amplios y un aprovechamiento absoluto de los ornamentos arquitectónicos y los elementos vetustos entre telarañas y polvo, o la perfecta obturación en las densas atmósferas de niebla total.
En su imprescindible libro La aventura del cine mexicano (Editorial Era, 1968), Jorge Ayala Blanco ahonda sobre las concepciones literarias del vampirismo, sus condiciones de maldición ineludible, de sicopatía sexual, de triunfo del dominio del mal. Resaltando las convenciones que ponderan el respeto (o el seguimiento casi de fórmula) por el género, coloca a la cinta en una esfera destacada, con todo y sus posibles limitaciones. El director no hizo una creación de la nada, pero bordó acertadamente sobre sus pobilidades narrativas y técnicas. El crítico definía: “Lo único y plausible que Méndez ha hecho con su relato consiste en cuidarlo y conservar su equilibrio. Entonces las cualidades plásticas y las implicaciones genéricas aprovechan ese equilibrio a través del vehículo argumental. Se establece la interacción de la serenidad y la desmesura, de lo imperturbable y la violencia. Se adivina y permanece la indispensable lucha de elementos contrarios. Surge la dialéctica del cine de horror, sin la cual el género fantástico jamás puede rebasar lo pueril”.
Música de reflejos
La música espléndida de Gustavo César Carrión (que marcaría sus futuras incursiones en el género) es exacta, lo mismo en el sutil enamoramiento creciente entre los jóvenes, que en los principales momentos de amenaza; del realizador Fernando Méndez destaca, además de su puesta en cámara, su dirección de actores, con un elenco fantástico que incluye a gente de primera línea como Mercedes Soler (María), José Chávez Trowe (Anselmo) y Alicia Montoya (María Teresa). El buen guion de Ramón Obón (aunque con críticas por su linealidad y poca sorpresa) establece el interesante contraste entre la sobriedad de todos los personajes, con el puntillismo humorístico de Enrique, llamado para dictaminar la locura de una enferma y después temeroso de la evidencia de que lo que ocurre es mucho más que leyenda pueblerina.
Todos los vampiros
Germán Robles creó un modelo de interpretación que le generó seguidores y después muchos imitadores. Su interpretación alcanza a Eric del Castillo en El imperio de Drácula (Federico Curiel, 1967), y a Guillermo Murray en El mundo de los vampiros (1961).
El sentido adusto, la elegancia, la parsimonia verbal, fueron herramientas que imprimió en la secuela El ataúd del vampiro (1957), pero también en El castillo de los monstruos (Julián Soler, 1957) y en otra clase de personajes, como el que hizo por años en la puesta teatral La dama de negro. Se afirma, además, que fue el primer actor en el personaje chupasangre en mostrar los colmillos para un plano formal de cámara, más amenazante y sangriento que Bela Lugosi en Drácula (Tod Browning, 1931) o que Christopher Lee en Horror of Dracula (Terence Fisher 1958).
Fernando Méndez legó un clásico en el cine de luchadores con Ladrón de cadáveres (1957), además de otras incursiones de susto en filmes como El grito de la muerte (1959) y Misterios de ultratumba (1959). Pese a tener películas muy divertidas y logradas, como Las calaveras del terror (1944) o El suavecito (1951), su nombre es fundamentalmente recordado por su clásico El vampiro.