Soy un lector que escribe. Así prefiero ser presentado en las conferencias, cursos y congresos en los que me invitan a participar. Soy más lector que escritor, pero llevo ejerciendo el oficio de procrear líneas ya muchos años, y en el proceso ayudaron a forjarme muchos escritores de quienes he tomado sus consejos y técnicas. La gran mayoría de ellos mediante la lectura atenta de sus libros. De unos pocos recibí directrices en sus cursos y/o conversaciones.
Estoy de acuerdo con Fernando Savater, cuando considera que “todos los escritores, especialmente los de una segunda fila como yo, somos un poco criaturas de Frankenstein, compuestos por pedazos tomados de grandes autores muertos o vivos”. Yo soy escritor hecho de retazos tomados de aquí y acullá. Soy un Frankenstein esperpéntico. Si Fernando Savater se considera escritor de “una discreta segunda fila”, digo de mí que yo estoy formado varias filas más atrás.
Gastón García Cantú –gran historiador mexicano, brillante articulista en la prensa, creador de instituciones culturales– me admitió en su seminario de investigación política e histórica. En las primeras sesiones asignó lecturas al grupo, los integrantes del mismo debíamos entregarle reportes de lo leído. Con esmero revisaba el trabajo de cada uno, hacía anotaciones y corregía los gazapos gramaticales y ortográficos.
En una de las clases, después de hacer observaciones acerca de la confusión que sus alumnos teníamos entre uso de abundantes adjetivos y la exposición de argumentos, nos dijo que no confundiéramos presentación de datos e ideas con “gritos y sombrerazos”. Es decir, en lo que redactábamos abundaban señalamientos, invectivas, gritería transformada en vocablos, pero no demostración de hechos respaldada en datos y presentados ordenadamente. Entonces dijo una frase que para mí sirvió como detonante y provocó que me replanteara en qué consistía la investigación que, más tarde, se plasma en líneas redactadas: “Escribe claro quien piensa claro”. Continuó desglosando lo que expresó y comprendí que aprender a pensar es condición sine qua non para escribir, si no con brillantez por lo menos con pulcritud.
El acto de pensar es complejo, expresar con propiedad lo pensado es todavía más. Pensar conlleva aprender a diseccionar lo que analizamos y a recomponer lo analizado en un todo para localizar la lógica, el hilo conductor del asunto que buscamos comprender y, posteriormente, explicarlo de manera escrita. Lo han expresado mejor José Antonio Marina y María de la Válgoma: “Pensar es unir significados (palabras, ideas, imágenes) en un todo coherente, con el propósito de comprender, conocer o buscar soluciones” […]. La etimología lo relaciona con ‘pesar’, es decir, con averiguar el peso de algo […]. En determinados contextos expresarse bien es pensar bien, es decir, pensar lógicamente, lo que refuerza nuestra idea de que estamos tratando temas fundamentales para nuestra existencia diaria. Expresarse bien es, también, pensar bien. Lo repetiremos una vez más: Enseñar lengua es enseñar a usar la lengua, o sea, la inteligencia” ( La magia de escribir, Barcelona, Plaza y Janés, 2007, pp. 27 y 30).
Pensar implica, necesariamente, hacerse de información y aprender a cribarla. Con el engrosamiento de bagaje informativo se posibilita no ser víctima de propaganda que se presenta como un cúmulo de datos incuestionables. Hacerse de información, crecer en la capacidad de separar la chatarra propagandística de datos duros válidos, conlleva paciencia. Hay que darse a la tarea paciente de leer, releer, comparar versiones sobre un mismo acontecimiento, verificar lo que vamos a validar en lo que escribimos.
El bagaje informativo que vamos acumulando funciona como controlador de los datos equivocados que, con más frecuencia de lo esperado, escritores prestigiados deslizan y por su prestigio tienen credibilidad en quienes los leen. Ejemplifico al respecto. Una serie de libros monumental, cuatro volúmenes, coordinada por Umberto Eco y en la cual especialistas en la Edad Media ilustran sobre distintos aspectos de la época, incluye un capítulo de Francesco Stella. El autor afirma, erróneamente, que Esteban Langton (1150-1228), “fue el primero en introducir la división en versículos al texto completo de la Biblia”. En realidad lo que hizo Langton, arzobispo de Canterbury, fue dividir la Biblia en capítulos. Fue el impresor Robert Estienne (Stephanus) quien publicó, en 1551, una nueva edición del Nuevo Testamento griego de Erasmo, e incorporó los versículos. Dos años después salió de la imprenta de Stephanus la Biblia traducida al francés, la primera en usar la división de capítulos y versículos.
Hago la observación confesando que, por no ser más exigente conmigo mismo, al buscar datos he incurrido al escribir en errores que me han hecho sonrojarme, preguntarme por qué tomé información sin verificarla. El oficio de escribir demanda humildad, disposición al aprendizaje cotidiano.