Ciudad de México. Una pequeña catrina se suelta de la mano de su madre y corre a abrazar a un diablito bigotón que se escabulle entre las piernas de su abuelo. “Es un poco tímido porque durante el confinamiento no convivió con otros niños, le cuesta socializar”, justifica el abuelo. La catrina, en su carrera, cae en el pasto, nunca deja de reír, se levanta, mira su alrededor con asombro, y mejor va tras un espantapájaros, más pequeño que ella, al que ahora sí atrapa y le da un fuerte apretón; los dos gritan de emoción.
Son las 11 de la mañana del martes 1º de noviembre, Día de Todos los Santos, víspera del Día de Muertos, y la edición 22 de la Feria de las Calacas, que apenas comienza en el Centro Nacional de las Artes (Cenart), promete llenarse de niños descubriendo el mundo al aire libre con otros niños, es decir, esa vida que les fue ajena durante los dos años que permanecieron aislados.
Las familias lucen radiantes, están dispuestas a pasar con sus pequeños todo el día recorriendo las ofrendas, asistiendo a los espectáculos de música, teatro o narración oral, tumbados en petates, para luego “chacharear” entre los puestos de artesanías o degustar el mejor atole de guayaba traído desde Michoacán, acompañado, por supuesto, por unas deliciosas corundas.
Son más de 250 actividades las que conforman la programación que este año preparó Alas y Raíces (el área dedicada a actividades infantiles de la Secretaría de Cultura federal) para el rencuentro presencial con el público que en ediciones anteriores alcanzó un récord de 20 mil personas en dos días.
En 2019, la Feria de las Calacas se desarrolló en tres sedes adicionales al Cenart, “su casa”: en Ecatepec, en la Central de Abastos y en el Complejo Cultural Los Pinos. En 2020 fue enteramente virtual debido a la crisis sanitaria y el año pasado se celebró “de manera muy acotada y con poca gente”, sólo en Los Pinos.
Ahora, son los talleres infantiles los que más buscan los padres, sobre todo los dedicados a menores de 5 años porque a todos ellos les hace falta el juego y la convivencia con sus pares. Tímidos o con la energía a tope, los niños se conectan de inmediato con talleristas como Nur Slim, quien ofrece una experimentación sonora en la carpa dos, o con las “historias huesudas” de la cuentacuentos Susana Ugalde. En todos lados, son los “enanitos” de tres años en adelante quienes no dejan de mirarse con curiosidad entre ellos.
“Lo que más llama la atención a mi hija son los otros niños, pues ella nació y creció durante la pandemia, conviviendo sólo con adultos, apenas hace unos meses, cuando salió de casa por primera vez y vio en la calle a otro niño, se entusiasmó mucho, por eso la quisimos traer a esta feria; y mírala, está muy emocionada”, reitera una mamá con un tocado en la cabeza de flores de cempasúchil.
En la entrada del Cenart dan la bienvenida las ofrendas dedicadas, primero, a quienes diseñaron los edificios de ese recinto dedicado a la educación artística: los arquitectos Teodoro González de León, Ricardo Legorreta, Fernando González Gortázar; junto a ellos está Rafael Tovar y de Teresa, quien fuera presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes cuando se concretó la construcción del centro en 1994.
También ahí están los espacios para recordar a los trabajadores administrativos ya fallecidos, como la ofrenda de don Alberto Montero Báez, con una foto donde se le ve caminando precisamente por los pasillos del Cenart y a quien sus compañeros colocaron su infaltable taza de café, sus cigarros y su edición impresa de La Jornada.
“En esta ocasión nuestras ofrendas vienen de distintos lugares del país (Colima, Guanajuato, Jalisco, Morelos, Tlaxcala, Guerrero, Puebla, San Luis Potosí, Veracruz y Zacatecas), por lo tanto el público podrá ver la diversidad de los tributos que se hacen a quienes ya no están; además tenemos una ofrenda de la Comisión Federal de Electricidad que muestra cómo le hacen para dar luz al mundo, es una bonita metáfora”, dijo la directora de Alas y Raíces, Guillermina Pérez Suárez.
A lo lejos, en los jardines del Cenart que algunos niños llaman “prados”, se les ve rodar por las pequeñas lomas o reunirse para una clase de capoeira, mientras otros son atraídos por el sonido de una flauta de carrizo.
Quien la toca es Juan Roque, de casi 80 años, un pifanero (flautista) de Tierra Blanca, Guanajuato, quien se acompaña por un tundito, como llama su comunidad otomí a ese tamborcito que tiene el don de convertir en canción al ser humano que lo toca.
“¿Día de Muertos? ¿Tristeza? ¡Para nada! Esta música es de alegría porque seguimos vivos. Estoy celebrando que no me llevó el covid, y eso que me puse muy malo. Así que, aquí esperamos a nuestros difuntos, pero para festejar que todavía no nos vamos con ellos; hoy la muerte es vida”, explicó don Juan frente a la ofrenda traída de su tierra por el Centro de las Artes de Guanajuato.
Frente a él los niños lo escuchan tumbados en el pasto, otros acomodan los pétalos de cempasúchil para formar un caminito, envueltos en humo de copal, a la espera de más música y cuentos en una fiesta donde abundan los disfraces de calacas, las caras pintadas de flores y diamantina, pero sobre todo la contagiosa alegría infantil.
Hoy la feria continuará de 11 de la mañana a las 8 de la noche en el Centro Nacional de las Artes (avenida Río Churubusco 79, colonia Country Club), a unos pasos de la estación del Metro General Anaya.