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Chomsky en la Jornada

2022-06-10 07:00

Guerra nuclear, opción impensable: Chomsky

Una bomba sin detonar es captada frente a las ruinas de un edificio en Mariupol, Ucrania, el 2 de junio de 2022.
Una bomba sin detonar es captada frente a las ruinas de un edificio en Mariupol, Ucrania, el 2 de junio de 2022. Foto Afp

La guerra en Ucrania está en su cuarto mes, sin signos de cese del fuego o resolución a la vista. El presidente ucranio Volodymyr Zelensky ha descartado un cese del fuego con concesiones, las fuerzas rusas intentan capturar el este de Ucrania, y la política de Estados Unidos es brindar apoyo militar al gobierno de Zelensky por todo el tiempo necesario para debilitar a Rusia, con la esperanza de un cambio de régimen en Moscú.

Estos sucesos no pintan bien ni para Ucrania ni para el mundo, sostiene Noam Chomsky, intelectual considerado por millones de personas un tesoro nacional e internacional. En esta entrevista, Chomsky llama a que las fuerzas capaces de poner fin a la guerra encuentren formas constructivas de terminar con estas tragedias. Además, analiza el nuevo y sumamente peligroso orden global que está cobrando forma.

Después de meses de combates, hay todavía muy poca esperanza de paz en Ucrania. Rusia concentra ahora sus esfuerzos en controlar el este y el sur del país con la probable intención de incorporarlos a la Federación Rusa, en tanto Occidente ha dado a entender que aumentará el apoyo militar a Ucrania. Funcionarios ucranios han descartado un cese del fuego o concesiones a Moscú, aunque el presidente Volodymyr Zelenskyy declaró que sólo la diplomacia pondrá fin a la guerra. ¿Acaso estas dos posiciones no se cancelan mutuamente? ¿Será que ninguna de las partes está interesada en la paz?

—Regresaré a esas preguntas, pero debemos considerar con cuidado lo que está en juego. Es mucho. Va mucho más allá de Ucrania, aun con lo desesperada y trágica que es la situación allá. Cualquiera con una fibra moral querría reflexionar a fondo en los asuntos, sin posturas heroicas.

En primer lugar está la invasión de Putin a Ucrania, un crimen (repitamos una vez más) comparable a la invasión estadunidense de Irak o a la invasión de Polonia por Hitler y Stalin, acciones como aquellas por las que los criminales de guerra nazis fueron ejecutados… aunque sólo los derrotados son sujetos a castigo en lo que llamamos “civilización”. En Ucrania el saldo será terrible mientras la guerra persista.

Hay también consecuencias más amplias, que serán colosales. No es exageración.

Una es que decenas de millones de personas en Asia, África y Medio Oriente enfrentan la hambruna conforme el conflicto avanza y corta suministros agrícolas muy necesarios, procedentes de la región del Mar Negro, proveedora principal de muchos países, entre ellos algunos en situación de desastre, como Yemen. Volveremos a la forma en que se maneja esto.

En segundo lugar está la creciente amenaza de una guerra nuclear terminal. Es muy fácil construir escenarios plausibles que conducen a una rápida intensificación del conflicto. Por nombrar uno, ahora mismo Estados Unidos envía avanzados misiles antinaves a Ucrania. Ya han hundido el buque insignia de la armada rusa. Supongamos que haya más ataques. ¿Cómo reaccionará Rusia? ¿Y qué seguirá?

Por mencionar otro escenario, hasta ahora Rusia se ha abstenido de atacar las líneas de suministro usadas para enviar armamento pesado a Ucrania. Supongamos que lo hace y entra en confrontación directa con la OTAN, es decir, Estados Unidos. Podemos dejar el resto a la imaginación.

Circulan otras propuestas que muy probablemente conducirían a la guerra, es decir, al fin de todos nosotros, hechos que no parecen recibir una consideración adecuada. Una es el llamado generalizado a instalar una zona de exclusión aérea, lo que significa atacar instalaciones antiaéreas dentro de Rusia. Algunos entienden el extremo peligro de esas propuestas, sobre todo el Pentágono, que hasta ahora ha sido capaz de vetar las más peligrosas. ¿Durante cuánto tiempo sostendrá ese ánimo?

Estas perspectivas son horrendas. Cuando observamos lo que en verdad sucede, la cosa empeora. La invasión de Ucrania ha revertido los esfuerzos muy limitados de enfrentar el calentamiento global, que muy pronto se convertirá en achicharramiento global. Antes de la invasión se estaban dando algunos pasos para evitar la catástrofe; ahora se ha dado marcha atrás a todo. Si eso continúa, estamos fritos.

Un día el PICC emite otra severa advertencia de que, para sobrevivir, necesitamos empezar hoy mismo a reducir el uso de combustibles fósiles. Ahora mismo, sin demora. Al día siguiente, el presidente Biden anuncia una fuerte expansión de la producción de combustibles fósiles.

El llamado de Biden a incrementar la producción es mero teatro político. Nada tiene que ver con los precios de combustibles y la inflación, como se afirma. Pasarán años antes de que los venenos lleguen al mercado, años que podrían emplearse en llevar al mundo con rapidez hacia la energía renovable. Eso es del todo posible, pero apenas se habla de ello en los círculos dominantes. No hay necesidad de comentarlo aquí. El tema ha sido analizado de manera experta por el economista Robert Pollin en otra de sus contribuciones esenciales para entender este asunto crucial de supervivencia y de acción sobre tal entendimiento.

¿Qué podemos hacer entonces para facilitar que se ponga fin a esta tragedia? Empecemos por una obviedad virtual. La guerra puede terminar de una de dos formas: habrá un acuerdo diplomático, o uno de los dos bandos capitulará. El horror persistirá hasta que haya acuerdo o capitulación. Al menos eso debería estar fuera de discusión.

Un acuerdo diplomático difiere de una capitulación en un aspecto crucial: cada bando lo acepta como tolerable. Eso es cierto por definición y, por tanto, indiscutible.

Por consiguiente, un acuerdo diplomático debe ofrecer a Putin alguna puerta de escape, lo que ahora quienes prefieren prolongar la guerra llaman con desdén un “hoyo ratonero” o una “conciliación”.

Eso lo entienden hasta los más apasionados detractores de Rusia, por lo menos los que pueden tener en su mente algún pensamiento distinto a castigar al odiado enemigo. Un ejemplo prominente es el distinguido especialista en política exterior Graham Allison, de la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad Harvard, quien también tiene larga experiencia directa en asuntos militares. Hace cinco años nos informó que estaba claro que Rusia en conjunto es una sociedad “demoniaca” que “merece ser eliminada”. Hoy añade que pocos pueden dudar que Putin es un “demonio”, diferencia radical con cualquiera de los líderes estadunidenses, que en el peor de los casos sólo cometen errores, según su opinión.

Sin embargo, hasta Allison sostiene que debemos contener nuestra indignación y poner un rápido fin a la guerra por medios diplomáticos. La razón es que, si el loco demonio se ve “obligado a elegir entre perder y aumentar el nivel de violencia y destrucción, entonces, si es un actor racional, va a escoger lo segundo”… y todos podríamos perecer, no sólo los ucranios.

Putin es un actor racional, afirma Allison. Y si no lo es, toda discusión es inútil porque puede destruir Ucrania y tal vez incluso volar el planeta en pedazos en cualquier momento, eventualidad que de ningún modo podemos evitar que nos destruya a todos.

Continuando con las obviedades, oponerse o incluso tratar de retrasar un acuerdo diplomático es llamar a prolongar la guerra, con sus sombrías consecuencias para Ucrania y más allá. Esta postura constituye un espantoso experimento: veamos si Putin se retirará silenciosamente en derrota total, o si prolongará la guerra con todos sus horrores, o incluso usará las armas con las que sin duda cuenta para devastar a Ucrania y poner el escenario para la guerra terminal.

Todo esto parece bastante obvio. O debería, pero no en el actual clima de histeria, en el que tales obviedades provocan una avalancha de reacciones por completo irracionales: el monstruo Putin no cederá, eso es conciliación, qué hay con Munich, tenemos que fijar nuestras propias líneas rojas y mantenerlas, diga lo que diga el monstruo, etc.

No hay necesidad de dignificar esos exabruptos con una respuesta. Todos se resumen en decir: no intentemos una solución, mejor iniciemos el espantoso experimento.

El espantoso experimento es la política operativa estadunidense, y es apoyada por un amplio abanico de opiniones, siempre con una noble retórica de que debemos sostener los principios y no permitir que el crimen quede sin castigo. Cuando escuchamos esto de quienes son firmes defensores de los crímenes estadunidenses, como ocurre con frecuencia, podemos descartarlo por su mero cinismo, como el equivalente occidental a los más vulgares burócratas de los años soviéticos, ansiosos de denunciar con elocuencia los crímenes de Occidente mientras defendían los suyos. También lo escuchamos de opositores a los crímenes estadunidenses, de personas que sin duda no quieren llevar a cabo el espantoso experimento que están defendiendo. Aquí surgen otros temas: la creciente ola de irracionalidad que está socavando cualquier esperanza de un discurso serio, el cual es necesario para evitar a Ucrania una indescriptible tragedia, e incluso para que el experimento humano persista.

Si podemos escapar al cinismo y la irracionalidad, la elección humana para Estados Unidos y Occidente es clara: propiciar un acuerdo diplomático, o por lo menos no sabotear esa opción.

Es evidente que resolver la crisis en Ucrania reviste extraordinario significado, no sólo para ese país, sino por las calamitosas consecuencias si persiste la guerra. Sobre este asunto, la opinión oficial en Occidente está dividida. Francia, Alemania e Italia han llamado a negociar para establecer un cese del fuego y avanzar hacia un acuerdo diplomático. Estados Unidos y Gran Bretaña, los dos estados guerreros, objetan. Su postura es que la guerra debe continuar: el espantoso experimento.

La persistente política estadunidense de boicotear la diplomacia, que hemos revisado en detalle en conversaciones anteriores, fue presentada en forma más palmaria hace unas semanas, en una reunión de las potencias de la OTAN y otras, organizada por Washington en la base aérea de Ramstein, Alemania. Estados Unidos giró las órdenes: la guerra debe continuar para dañar a Rusia. Es el tan propugnado “modelo afgano”, que ya hemos examinado: en palabras del estudio académico definitivo en la materia, es la política de “combatir a Rusia hasta el último afgano”, tratando de retrasar la retirada rusa y minar los esfuerzos diplomáticos de la ONU que con el tiempo pusieron fin a la tragedia.

Al explicar en Ramstein los objetivos de EU y la OTAN, el secretario de la Defensa Lloyd Austin dijo: “Queremos ver debilitada a Rusia al grado de que no pueda hacer lo que ha hecho al invadir a Ucrania”.

Pensemos en ello. ¿Cómo nos aseguramos de que Rusia no pueda volver a invadir otro país? Dejemos de lado la impensable pregunta de si replantear la política estadunidense podría contribuir a ese fin, por ejemplo, examinando la negativa abierta de Washington a considerar cualquier preocupación rusa de seguridad y muchas otras acciones que hemos examinado.

Para lograr el objetivo anunciado, parece que por lo menos debemos repetir algo parecido al Tratado de Versalles, que pretendía asegurar que Alemania no fuera capaz de ir a la guerra otra vez.

Pero Versalles no llegó lo bastante lejos, como pronto se hizo claro. De ahí se sigue que la nueva versión que se planeaba debería “ahorcar al demonio” en formas que van más allá del esfuerzo de Versalles por controlar a los hunos. Tal vez algo semejante al Plan Morgenthau.

Esa es la lógica de las declaraciones. Aun si no tomamos en serio las palabras y les damos una interpretación limitada, la política implica prolongar la guerra, cualesquiera sean las consecuencias para los ucranios y el “daño colateral” en otras partes: hambruna masiva, posible guerra terminal, continua destrucción del ambiente que sostiene la vida.

Preguntas más estrechas de una especie similar surgen con respecto al bloqueo, con sus letales efectos en el Sur global. Ahora mismo los puertos ucranios están bloqueados por la armada rusa, impidiendo exportaciones que se necesitan con urgencia. ¿Qué se puede hacer al respecto?

Como siempre, hay dos direcciones en las cuales explorar: militar o diplomática. “Guerra/guerra o cháchara interminable/cháchara interminable”, según la frase atribuida a Winston Churchill, quien prefería esto último.

Guerra/guerra es la política oficial estadunidense: enviar misiles antinaves para obligar a Rusia a suspender el bloqueo de puertos. Aparte del buque insignia, se pueden hundir otros. ¿Los rusos observarán en silencio? Quizá. ¿Cómo reaccionaría Estados Unidos en circunstancias similares? Podemos dejar a un lado esa pregunta.

Otra posibilidad, propuesta por los editores del Wall Street Journal, es “usar buques de guerra para escoltar barcos mercantes para salir del Mar Negro”. Los editores nos aseguran que tal acción se apegaría al derecho internacional y que los rusos no se detendrán ante nada. Entonces, si reaccionan, podemos proclamar con orgullo que sostuvimos el derecho internacional mientras todo estalla en llamas.

Los editores observan que hay precedentes: “Estados Unidos ha encabezado a aliados en dos misiones semejantes en décadas recientes. A finales de la década de 1980, este país reabanderó y protegió a buques cisternas kuwaitíes para salir del Golfo Pérsico durante la guerra de tanques Irán-Irak”.

El dato es correcto, aunque pasan por alto un pequeño detalle. Estados Unidos intervino directamente para dar un apoyo crucial a Saddam Hussein, buen amigo de Ronald Reagan, en su invasión de Irak. Esto fue después de apoyar la guerra química de Saddam que mató a cientos de miles de iraníes, e incluso después de acusar a Irán de la masacre de kurdos con armas químicas cometida por el iraquí. Irán era el demonio de aquel tiempo. Qué buen precedente.

Esas son las opciones para poner fin al bloqueo, manteniendo la costumbre de limitar la atención a la fuerza en vez de a posibles pasos para la paz.

¿Existen esos pasos? No podemos saber sin pensar en ellos, mirando a lo que trasluce, e intentándolo. Podría ser relevante que Rusia propuso algo así, aunque, en nuestra cultura cada vez más totalitaria, sólo puede informarse en los márgenes. Cito de un sitio web libertario:

El subsecretario ruso del exterior, Andréi Rudenko… [sostuvo] que su país no es el único responsable de la creciente emergencia alimentaria, y señaló las sanciones occidentales que bloquean la exportación de granos y fertilizantes.

“No sólo tienen que hacer llamados a la Federación Rusa, sino también mirar a fondo a todo el complejo de razones que causó la actual crisis alimentaria. [Las sanciones] interfieren con el comercio libre normal, y abarcan productos alimenticios como trigo, fertilizantes y otros”, afirmó Rudenko.

¿Vale la pena considerarlo? No en nuestra cultura, que automáticamente extiende la mano hacia el revólver.

Esta preferencia refleja por la violencia, y sus sombrías consecuencias, no se han dejado de observar en el exterior. Eso es común en el Sur global, que tiene amplia experiencia con las prácticas de Occidente, pero también se da entre los aliados. El director del periódico australiano Arena, especializado en asuntos internacionales, deplora la rígida censura e intolerancia hacia la más leve disidencia en los medios estadunidenses, y concluye: “Esto significa que es casi imposible en la opinión dominante reconocer al mismo tiempo las insoportables acciones de Putin y forjar un camino de salida de la guerra que no implique intensificar el conflicto y una mayor destrucción en Ucrania”.

Tiene razón. Y, a menos que podamos escapar de esta trampa que nos hemos impuesto, es probable que marchemos hacia la aniquilación. Todo esto recuerda los primeros días de la Primera Guerra Mundial, cuando las grandes potencias se lanzaron con entusiasmo a una guerra autodestructiva, pero en esta ocasión se ciernen muy cerca sobre nosotros consecuencias incomparablemente más severas.

No he dicho nada de lo que los ucranios deberían hacer, por la razón sencilla y suficiente de que no es asunto nuestro. Si optan por el espantoso experimento, es su derecho. También es su derecho pedir armas para defenderse de la agresión asesina.

Aquí regresamos a lo que sí es asunto nuestro: nosotros mismos. ¿Cómo debemos responder a estas peticiones? Repetiré en un momento mi creencia personal, pero no hará daño un poco de honestidad personal. Hay muchas vehementes declaraciones que sostienen el sagrado principio de que las víctimas de un ataque criminal deben ser apoyadas en su justa demanda de armas para defenderse. Es fácil mostrar que quienes así se expresan no creen una palabra de lo que dicen, y de hecho, casi siempre están a favor de proporcionar armas y apoyo diplomático crucial al agresor. Por citar sólo el caso más obvio, ¿dónde están los llamados a proporcionar a los palestinos armas para defenderse de una brutal y criminal ocupación que dura ya medio siglo, en violación de las órdenes del Consejo de Seguridad de la ONU y del derecho internacional… o siquiera a retirar el apoyo decisivo estadunidense a esos crímenes?

Uno puede, por supuesto, leer en la prensa los informes sobre las atrocidades de los colonizadores y las fuerzas armadas de Israel, apoyados por Estados Unidos, en las columnas cotidianas del gran periodista Gideon Levy en la prensa israelí. Y podemos leer los devastadores informes de otra honorable periodista de ese país, Amira Hass, que da cuenta de las amargas condenas al daño ecológico causado por los “diabólicos” rusos en Ucrania, que de algún modo pasan por alto el ataque israelí a Gaza de mayo pasado, cuando “proyectiles israelíes incendiaron cientos de toneladas de pesticidas, semillas, fertilizantes, otros productos químicos, cubiertas de nailon y plástico, así como tubería de plástico en un almacén de la población de Beit Lathia, en el norte de Gaza”. Estos proyectiles quemaron 50 toneladas de sustancias peligrosas, con efectos letales en la destrozada población, que vive en condiciones de supervivencia después de décadas de sadismo israelí apoyado por Washington, según reportan agencias internacionales. Es una “guerra química por medios indirectos”, afirma la muy prestigiada firma palestina de investigación y activismo Al-Haq, después de una extensa investigación.

Nada de esto, y mucho más, inspira palabra alguna en los medios dominantes en cuanto a poder fin al apoyo estadunidense al Estado ocupante asesino, ni a ningún medio de defensa.

Pero basta de este indignante “ustedes también”, también conocido como elemental honestidad, tema común fuera de nuestro sistema doctrinario, férreamente controlado. ¿Cómo debe aplicarse este principio en el caso de Ucrania, donde Estados Unidos se opone a la agresión? Mi punto de vista, repito, es que la petición ucrania de armas debe atenderse con precaución, prohibiendo embarques que intensifiquen el ataque criminal y castiguen aún más a los ucranios, con potencias efectos cataclísmicos en otros ámbitos.

Si se puede poner fin a la guerra mediante la diplomacia, un acuerdo de paz podría adoptar muchas formas. La solución diplomática prevista por muchos expertos se basa en un tratado de neutralidad por parte de Ucrania, en tanto Rusia retiraría sus objeciones respecto del ingreso ucranio a la Unión Europea, aunque el camino hacia la membresía sería inevitablemente largo. Sin embargo, hay un escenario que rara vez se menciona, pero es al que las cosas podrían dirigirse. Se trata del “escenario coreano” de Graham Allison, en el cual Ucrania es dividida es dos partes sin un tratado formal. ¿Le parece un escenario posible o probable?

–Es uno de varios posibles desenlaces muy desagradables. La especulación me parece bastante ociosa. Más bien, pienso, dediquemos la energía a pensar en formas constructivas de remontar las tragedias en desarrollo, las cuales, una vez más, van mucho más allá de Ucrania.

Podríamos incluso visualizar un marco más amplio, algo así como el “hogar común europeo”, sin alianzas militares, propuesto por Mijail Gorbachov como un marco apropiado de orden mundial después del colapso de la Unión Soviética. O podríamos elegir algo de la primera redacción de la Sociedad para la Paz, iniciada por Washington en esos mismos años, como cuando en 1994 el entonces presidente William Clinton aseguró a Boris Yeltsin que “el objetivo más amplio y más alto es la seguridad, unidad e integración de Europa, un objetivo que sé que usted comparte”.

Estas prometedoras perspectivas de integración pacífica fueron pronto socavadas por los planes del propio Clinton de expandir la OTAN, pese a las fuertes objeciones de Rusia, desde mucho antes de Putin.

Tales esperanzas pueden revivir, con gran beneficio para Europa, para Rusia y para la paz mundial en general. Podrían haber sido revividas por Putin si hubiera seguido las tentativas de Macron hacia un acuerdo, en vez de cometer la tontería de elegir la agresión criminal. Pero no necesariamente están muertas.

Es provechoso recordar la historia. Durante siglos, Europa fue el lugar más violento de la Tierra. Para franceses y alemanes, el objetivo más alto en la vida era matarse unos a otros. Todavía en los años de mi niñez, parecía inimaginable que esa situación pudiera tener fin. Pocos años después terminó, y desde entonces han sido aliados cercanos, que buscan objetivos comunes en una radical reversión de una larga historia de conflictos brutales. Los éxitos diplomáticos no necesitan ser imposibles de lograr.

Hoy es un lugar común decir que el mundo ha entrado en una nueva guerra fría. De hecho, hasta el una vez impensable escenario de usar armas nucleares en una guerra ya no es tabú. ¿Hemos entado en una era de confrontación entre Rusia y Occidente, una rivalidad geoestratégica y política semejante a la guerra fría?

–Es mejor que la guerra nuclear siga siendo tabú e impensable como política. Debemos trabajar duro para restaurar el régimen de control de armas que fue virtualmente desmantelado por Bush II y Trump, quienes no tuvieron tiempo de completar la tarea, pero estuvieron cerca. Biden pudo rescatar la principal reliquia que quedaba, el Nuevo Principio, apenas unos días antes de su expiración.

El régimen de control de armas debe extenderse, con la idea de que un día las potencias nucleares se unan al Tratado de Prohibición de Armas Nucleares de la ONU, que está en vigor.

Se pueden tomar otras medidas para aliviar la amenaza, entre ellas instaurar Zonas Libres de Armas Nucleares (ZLAN). Existen en gran parte del mundo, pero son bloqueadas por la insistencia estadunidense en mantener instalaciones de armas nucleares dentro de ellas. La más importante sería una ZLAN en Medio Oriente. Esa zona pondría fin a la supuesta amenaza nuclear iraní y eliminaría cualquier pretexto para los criminales bombardeos, asesinatos y sabotajes en Irán que realizan Estados Unidos e Israel. Sin embargo, ese crucial avance hacia la paz mundial es bloqueado sólo por Washington.

La razón no es oscura. Interferiría con su protección del enorme arsenal nuclear israelí. Eso se tiene que mantener en secreto. Si se expusiera, entraría en juego la ley estadunidense, y ello amenazaría al extraordinario apoyo de Washington a la ilegal ocupación y los constantes crímenes israelíes… otro tema que es inmencionable en la sociedad bien educada.

Deben darse todos los pasos para eliminar el flagelo de las armas nucleares de la faz de la Tierra, antes de que nos destruyan a todos.

En el sistema mundial que cobra forma, la confrontación con Rusia es algo así como un espectáculo lateral. Putin ha entregado a Washington un magnífico obsequio al convertir a Europa en virtual vasallo estadunidense, cortando todas las perspectivas de que Europa pudiera llegar a ser una “tercera fuerza” independiente en los asuntos internacionales. Una consecuencia es que la decadente cleptocracia rusa, con su enorme reserva de recursos naturales, está siendo incorporada en la zona dominada por China. Este creciente sistema de desarrollo y préstamos se extiende por Asia central y llega a Medio Oriente a través de Emiratos Árabes Unidos y la Ruta Marítima de la Seda, con tentáculos que alcanzan África e incluso la “pequeña región de más allá” de Estados Unidos, como el secretario de Guerra de Franklin Roosevelt describía a América Latina cuando llamaba a desmantelar todas las asociaciones regionales, excepto las nuestras.

La “amenaza china” es el centro de la estrategia estadunidense. La amenaza crecerá si Rusia, rica en recursos, es incorporada como socio minoritario.

Estados Unidos reacciona ahora con vigor ante lo que llama la “agresión china”, que dedica recursos al desarrollo de tecnología avanzada y a la represión interna. La reacción, iniciada por Trump, ha sido continuada por la política de “envolvimiento” de Biden, basada en un cerco de “estados centinelas” frente a la costa de China. Se les proporciona armamento avanzado, al que en fecha reciente se agregaron armas de alta precisión, apuntadas al gigante asiático. Esta “defensa” es apoyada por una flota de submarinos nucleares invulnerables, capaces de destruir varias veces no sólo a China, sino el mundo. Como eso no es suficiente, ahora las están remplazando como parte de la enorme expansión militar de Trump y Biden.

Esta severa reacción estadunidense es entendible. “China, a diferencia de Rusia, es la única nación lo bastante poderosa para desafiar el dominio estadunidense en la escena mundial”, anunció el secretario de Estado Antony Blinkem al describir esta intolerable amenaza al orden mundial (es decir, al dominio estadunidense).

Mientras hablamos de “aislar a Rusia”, si no de “eliminar” a esa sociedad “demoniaca”, la mayor parte del mundo mantiene sus vínculos abiertos con Rusia y con el sistema global dominado por China. También observa, divertida, cómo Estados Unidos se destruye a sí mismo desde su interior.

Entre tanto, Estados Unidos desarrolla nuevas alianzas, que presumiblemente se fortalecerán en noviembre, si el Partido Republicano se apodera del Congreso y logra ganar un control a largo plazo del sistema político mediante sus muy evidentes esfuerzos por socavar la democracia política.

Una de esas alianzas se está firmando ahora mismo con la autodenominada “democracia iliberal” racista de Hungría, que ha aplastado la libertad de expresión y las instituciones políticas culturales y políticas y es reverenciada por las figuras dominantes del Partido Republicano, desde Trump hasta el astro mediático Tucker Carlson. Hace pocos días se dieron pasos en ese sentido, en la conferencia de elementos de ultraderecha en Europa que se celebró en Budapest, donde la atracción principal fue la Conferencia de Acción Política Conservadora, un elemento central del Partido Republicano.

La alianza entre Estados Unidos y la extrema derecha europea tiene un amigo natural en la alianza Abraham, forjada por Trump y Jared Kushner. Esta muy elogiada alianza formalizó las relaciones tácitas entre Israel y los estados más reaccionarios de la región Medio Oriente-Noráfrica. Israel y Hungría ya tienen estrechas relaciones, basadas en valores racistas compartidos y en un sentido de agravio por ser rehuidos por los elementos más liberales en Europa. Otro socio natural es la India actual, donde el primer ministro Narendra Modi está destruyendo la democracia secular para establecer una etnocracia hindú, reprimiendo con dureza a la población musulmana y extendiendo los dominios del país con su brutal ocupación de Cachemira.

Estados Unidos está prácticamente solo en su reconocimiento de las dos ocupaciones ilegales existentes en Medio Oriente-Noráfrica, en violación de las órdenes del Consejo de Seguridad: la anexión israelí de las Alturas del Golán, en Siria, y de la muy expandida Gran Jerusalén, y la anexión por Marruecos del Sahara Occidental para extender su cuasi monopolio de irremplazables reservas de fosfatos. Si los republicanos se hacen con el poder, Estados Unidos podría completar el cuadro al reconocer la violenta toma de Cachemira por la India hindú.

Un nuevo orden global cobra forma, pero la confrontación de Estados Unidos y Rusia no es su elemento central.

–Hablando de una nueva guerra fría, debo decir que me parece increíble la delirante reacción de muchas personas en Estados Unidos ante los análisis que tratan de dar antecedentes de la invasión rusa de Ucrania, y lo mismo respecto de las voces que llaman a la diplomacia para poner fin a la guerra. Mezclan explicaciones y justificaciones y con toda intención pasan por alto hechos históricos, como la decisión estadunidense de extender la OTAN hacia el este, sin consideración a las preocupaciones de seguridad de Rusia. Y no es que esta decisión en su tiempo haya encontrado aprobación en los más destacados diplomáticos y expertos en asuntos internacionales. Jack Matlock Jr, ex enviado estadunidense a la Unión Soviética, y el ex secretario de Estado Henry Kissinger advirtieron contra la expansión de la OTAN y la inclusión de Ucrania. La reacción de George Kennan a la ratificación por el Senado de la expansión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia, en 1998, fue aún más terminante: “Creo que es el principio de una nueva guerra fría… creo que poco a poco la reacción de los rusos será adversa… creo que es un trágico error. No hay ninguna razón para esto… Claro que habrá una mala reacción rusa, y luego [los que expandieron la OTAN] dirán que ellos siempre dijeron que así son los rusos, pero esto está mal, simplemente”. ¿Estos diplomáticos eran peones de Rusia, como se dice ahora de cualquiera que ofrece antecedentes de por qué ocurrió la invasión de Ucrania?

–Puede usted añadir a otros que hicieron severas advertencias a Washington de que era imprudente e innecesariamente provocador ignorar las preocupaciones de Rusia, entre ellos el actual director de la CIA, William Burns, y su predecesor, Stansfield Turner, e incluso halcones como Paul Nitze; de hecho, casi todos los miembros del cuerpo diplomático que tenían conocimiento profundo de Rusia. Esas advertencias fueron particularmente fuertes con respecto a las preocupaciones rusas, desde mucho antes de Putin y con todos los líderes de ese país, con respecto a la incorporación de Georgia y Ucrania a la OTAN. Estos países están en el corazón estratégico de Rusia, como es evidente al mirar el mapa topográfico y la historia reciente, la Operación Barbarroja.

¿Son todos ellos peones rusos? Supongo que eso se puede decir en el clima actual de frenética irracionalidad, que es un peligro para nosotros y para el mundo.

Es útil observar los capítulos de la historia que están lo bastante lejos como para considerarlos con cierto grado de desapego. Una elección obvia, como mencioné antes, es la Primera Guerra Mundial. Hoy se reconoce que fue una terrible guerra de futilidad y estupidez, en la que ninguno de los participantes tenía una postura sostenible.

Eso ahora, no en ese tiempo. Cuando las grandes potencias de la época entraron en guerra, las clases educadas de cada una proclamaron la nobleza de la causa de su propio Estado. Un famoso manifiesto de prominentes intelectuales alemanes llamaba a Occidente a apoyar a la patria de Kant, Goethe, Beethoven y otras destacadas figuras de la civilización. Sus contrapartes en Francia y Gran Bretaña hicieron lo propio, al igual que la mayoría de los intelectuales estadunidenses distinguidos cuando Woodrow Wilson entró en la guerra, poco después de ganar la elección de 1916 con una plataforma de Paz sin Victoria.

No todo el mundo tomó parte en la celebración de la grandeza de su propio Estado. En Inglaterra, Bertrand Russell se atrevió a cuestionar la línea del partido; en Alemania fue secundado por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht; en Estados Unidos, por Eugene Debs. Todos fueron encarcelados. Algunos, como Randolph Bourne en Estados Unidos, escaparon a ese destino. Bourne sólo fue excluido de todos los periódicos liberales.

Esta tónica no se aparta de la norma histórica. En gran medida esa es la norma, por desgracia.

La experiencia de la Primera Guerra Mundial ofreció dos lecciones importantes, que se reconocieron muy pronto. Dos ejemplos muy influyentes son Walter Lippmann y Edward Bernays. Lippmann llegó a ser un muy prominente intelectual público del siglo XX. Bernays fue uno de los fundadores y líderes intelectuales de la enorme industria de relaciones públicas, la mayor agencia de propaganda del mundo, dedicada a sabotear mercados creando consumidores mal informados que hacían elecciones irracionales, y a propiciar el consumismo desaforado que va a la par de las industrias de combustibles fósiles como amenaza a la supervivencia.

Lippmann y Bernays eran liberales de la era Wilson-Roosevelt-Kennedy. También fueron miembros de la agencia de propaganda establecida por Wilson para convertir a una población pacifista en furiosos fanáticos antialemanes, el Comité Creel de Información Pública, nombre apropiadamente orwelliano. Los dos estaban muy impresionados con su éxito en la “fabricación de consenso” (Lippmann) o “ingeniería de consenso” (Bernays). La reconocieron como “un nuevo arte en la práctica de la democracia”, un medio de asegurar que el “rebaño desorientado” –la población general– pudiera ser “puesto en su lugar” como “meros espectadores”, y no interfiriera en dominios que no le corresponden: las decisiones políticas. Éstas deben reservarse a la “minoría inteligente”, “los intelectuales tecnócratas y orientados a políticas”, en la versión de Camelot.

Tal es en gran medida la teoría democrática liberal dominante, que Lippmann y Bernays ayudaron a forjar. Las concepciones no son nada novedosas: se remontan a las primeras revoluciones democráticas de los siglos XVII y XVIII en Inglaterra y luego en su colonia estadunidense. Fueron fortalecidas por la experiencia de la Primera Guerra Mundial.

Pero, si bien las masas pueden ser controladas con “ilusiones necesarias” y “sobresimplificaciones emocionalmente potentes” (en palabras de Reinhold Niebuhr, venerado como el “teólogo del establishment liberal”), existe otro problema: los “intelectuales orientados a valores”, que se atreven a hacer preguntas sobre la política estadunidense que van más allá de las decisiones tácticas. Ya no se les puede encarcelar, como durante la Primera Guerra, así que quienes están en el poder ahora buscan otras maneras de excluirlos del dominio público.

Publicado originalmente en Truthout.

Traducción: Jorge Anaya

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