ombre de numerosos y variados talentos, Alexander Hamilton (1757-1804) es recordado como uno de los míticos Founding Fathers de la nación estadunidense. Personaje ciertamente complejo, es el objeto del musical titulado sencillamente Hamilton, con libreto, letras, música y actuación protagónica de otro hombre de numerosos y variados talentos, Lin-Manuel Miranda. Estrenada en 2015 en Nueva York, Hamilton resultó un éxito monumental de crítica y taquilla; fue objeto de 16 nominaciones y 11 premios Tony, así como de un Premio Pulitzer, entre otros muchos reconocimientos. En 2016 Thomas Kail filmó la película homónima durante tres presentaciones en vivo en el Teatro Richard Rodgers. También multipremiado, el filme se exhibió por streaming a partir de 2020, y se estrenó en salas en 2025. Hace unas semanas, Hamilton se exhibió fugazmente en México, donde pasó cabalmente ignorada y desapercibida.
El asunto inicia con un prólogo dedicado al origen, historia y pasado de Hamilton. Luego, lo central de la obra arranca en el emblemático año de 1776 y se desarrolla básicamente, sobre todo en sus primeros momentos, como un desfile interminable de próceres estadunidenses, a la vez que se hace un abierto panegírico del concepto de “los Estados Unidos”. Desde ese inicio, el texto procede con sustento en una rima insistente y en ocasiones forzada; uno de los escasos méritos que hay aquí es que por momentos la enunciación de las palabras se hace en esa forma de canto hablado que es el Sprechgesang, y adquiere con frecuencia las cadencias del rap. Como suele ocurrir en estos productos escénicos centrados en un encumbrado personaje, la historia avanza por las vías paralelas de la actividad revolucionaria pública de Hamilton y su vida personal privada, incluyendo en ésta sus indiscreciones, infidelidades y deslices.
Y no todo es el conflicto de Hamilton con las fuerzas opositoras a la independencia; también se explora el disenso entre las filas rebeldes, la feroz envidia que Aaron Burr le tiene a Hamilton (spoiler: terminará matándolo en un duelo), así como la rivalidad de las hermanas Eliza y Angelica Schuyler por el héroe epónimo. En general, el texto y la acción tienden a confluir en una alabanza al American Dream fundacional, y el asunto tiene apenas un puñado de momentos de redención, mismos que en todo caso parecen provenir de un intento de alinearse con la corrección política del momento (el nuestro, no el de Alexander Hamilton): el lugar que se otorga a la comunidad negra en aquel proceso, la conformación de un ejército birracial, cierto discurso en pro de los inmigrantes y en contra de la esclavitud, y un par de momentos de atención a la figura femenina. La parte final de Hamilton, que ocurre después de consumada la independencia, está dedicada a enredados discursos sobre la construcción de la nueva nación y la creación de una constitución.
Después de asistir (con sólo otras dos personas en la sala de cine) a la exhibición de Hamilton, me quedé frío e indiferente. Percibí, sobre todo, que el talento de Lin-Manuel Miranda parece sufrir cierta dispersión. Sus textos son muy sencillos y, si bien tienen algunas pinceladas de humor y sarcasmo bien aplicadas, no terminan de cuajar como un buen discurso teatral. En lo musical, Hamilton padece de una partitura apenas eficaz, de escaso atractivo y, sobre todo, sin una sola melodía realmente memorable. (Lo mismo percibí, en su momento, con Sweeney Todd y Los miserables, cuyas músicas olvidé inmediatamente.) Destaco, acaso, una divertida y desparpajada aria cantada por el personaje del rey Jorge III de Inglaterra. No ayuda tampoco el hecho de que la presencia constante de Hamilton en escena y en pantalla esté sustentada en la poco atractiva voz cantante de Miranda; de hecho, no recuerdo un cantante particularmente destacado en todo el reparto del filme de Kail. Un musical sin buena música y buenas voces no va a ningún lado; me extraña por ello el éxito monumental que la obra tuvo en el teatro. Debo suponer, en todo caso, que el rotundo fracaso de la película en México se debió a que Hamilton trata un tema y un personaje que son muy ajenos al público de la cartelera comercial y, de hecho, a toda nuestra cultura. Sin pena ni gloria, pues.