Opinión
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Las espantadas de la afición
D

ecía Rafael Gómez El Gallo, torero gitano de dura crin, silencio hondo, melancolía inefable, que cuando un toro meneaba la cola y la oreja derecha, lo más prudente era retirarse con todo y su montera, corona de emperadores, y el capote manto regio a la espalda, porque lo que no puede ser, no puede ser, porque es imposible, que le llevaron a sus famosas espantadas, que él calificaba de sabiduría torera, que deberían aprender, además de los toreros, los políticos, al igual que el toreo, es un arte, en el que cuando el toro, la oreja menea y la cola mueve, lo mejor es la espantada...

Rafael El Gallo, sostenía que si a su hermano, José, que fue el más grande de los toreros y que sabía más que naiden, lo mató un toro en Talavera de la Reina, a él, que no sabía tanto, no le quedaba más que la sabiduría de las espantadas..., porque lo que no puede ser... con lo que dejaba claro, que las espantadas eran sabiduría torera, espíritu gitano de siglos, fandanguillo del duende y en el fondo de su inconsciente, una secreta rivalidad con su hermano, que con don Juan del Monte, formó la pareja más sensacional de la historia del toreo.

Las espantadas, decía El Gallo, implicaban saber cuándo hay que retirarse. Así, si el resto de la torería y politiqueros lo supieran, como sabía él, las tendrían también. Como no las saben, salen trompicados, en medio de chuchones, deslucidos, ridículos, cuando no cogidos, con lo cual dejan claro desconocer que el toreo y la política son artes, y que cuando no se puede hacer la faena artística, es preferible dejarlo. Existieron ocasiones, en que El Gallo toreaba a sabor, con duende, imprimiéndole al toreo todo el son de la gitanería deslavada en la elegancia del desgano, pero de pronto el toro se encogía, se retorcía, escarbaba, algo pasaba y no sabía qué, y en ese momento la gran sabiduría que aprendió en el sacromonte, con una gitana, lo llevaba a poner la espantada.

Estas espantadas le valieron ser cantado por los poetas, inmortalizado en las esculturas, admirado y combatido por las multitudes, como símbolo de Andalucía, a él que, a pesar de haber nacido en Madrid, circunstancialmente, creció en el Gelves, con la idea de que en la misma forma en que se gana el dinero hay que gastarlo. Que para eso hay que torear hasta la muerte, porque el toreo se lleva en la sangre y no hay emoción más poderosa para el hombre que ver al toro la cola inquieta menear, la diestra oreja mosquear, retirándose lentamente hacia atrás, para que la fuerza de la embestida sea mayor y el ímpetu más diabólico, y quede en el torero ese escalofrío del cuerpo, en que no queda más remedio que pegar la espantaa, porque lo que no puede ser, no puede ser, porque eso es imposible.

El toreo de arte con duende y pellizco, sensación de rasgueo de vientre que se comunica del torero al aficionado, que asimilaron Rafael de Paula y Curro Romero, es lo opuesto del frío y sistemático toreo político actual, pegapases, de los obreros del toreo y la polaca, carentes de personalidad, sublimidad inimitable, que aun cuando no se ajusta a los cánones taurinos en ocasiones, tiene tanto de genial, que el público lo celebra como la salsa especial de la vida, la quintaesencia del casticismo y el cachondeo gitano. Lo opuesto a la monotonía del derechazo fuera de cacho, con el pico de la muleta, que se asemeja a la del político sin una voz propia, y que repite una tarde sí y otra también.