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El capitalismo es el asesino
D

e forma tan metódica y completa, ¿qué otro sistema ha declarado la guerra a la humanidad? ¿Qué otro sistema practica de forma sistemática genocidios y exterminios de porciones enteras de las juventudes, de mujeres y niñeces? ¿Qué papel están jugando los estados y los gobiernos que los administran, que no pueden ni quieren frenar la violencia contra los pueblos y las personas?

Es hora de ponerle nombre a este sistema: capitalismo. Debemos comprender que la violencia no tiene otro objetivo que la acumulación acelerada de capital. Para ello desplazan y exterminan a aquellos sectores que son un obstáculo para el enriquecimiento del uno por ciento.

No se trata de hechos aislados ni de errores, sino de un plan que vienen perfeccionando en las últimas décadas y que más recientemente hemos visto desplegarse en toda su magnitud, en la vasta geografía que va de Gaza hasta México, como enseñan los bombardeos indiscriminados contra escuelas y hospitales, como muestran los hornos crematorios de Teuchitlán (México).

El mismo modelo con algunas variantes lo observamos en otras geografías de Medio Oriente, y de modo muy particular en los territorios de los pueblos originarios y negros, desde Wall Mapu hasta Chiapas. En el sur de Argentina los grandes empresarios queman bosques mientras el Estado no los apaga, criminaliza al pueblo mapuche y desplaza comunidades para lucrar con sus tierras. La alianza entre el Estado, el empresariado y sus milicias, los grandes medios y la justicia, es lubricada con la presencia de soldados israelíes en esos territorios.

La población en torno de la mina de Chicomuselo, Chiapas, es testigo de la alianza entre Estado, empresa, paramilitares y crimen organizado, con el único objetivo de desplazar y controlar a la población que obstaculiza la expansión del negocio de destruir la Madre Tierra, para convertir los bienes comunes en mercancías.

Modos muy similares encontramos cuando la Policía Militar brasileña entra en las favelas, cuando las bandas armadas narcoparamilitares atacan al pueblo garífuna en Honduras; los cuerpos represivos que disparan desde helicópteros artillados a las multitudes que se movilizaron en la región andina del Perú, y tantos casos más imposibles de describir en este espacio.

No nos engañemos: no son excesos ni desviaciones puntuales, sino un vasto proyecto de militarización a cuatro manos (fuerzas armadas y policiales, jueces, gobernantes y crimen organizado), que apuntala a las empresas extractivas. Cuando vemos a las madres y a los guerreros buscadores usar sus propias manos porque no tienen recursos, pero aun así son capaces de desenterrar el horror, no podemos menos que comprender que las autoridades se han puesto al servicio de esta guerra de despojo, garantizando la impunidad de los perpetradores.

El dolor y sólo el dolor es la fuente del conocimiento. No podemos olvidar cuando padres de los estudiantes de Ayotzinapa elevaron el lema Fue el Estado, labrado con la sangre de sus hijos y la tortura sicológica tanto por la ausencia como por el modo en que fueron desaparecidos.

Ahora ese dolor nos dice que estamos ante un entramado criminal capaz de las mayores atrocidades, como señaló días atrás el periodista mexicano Jonathan Ávila, del CEPAD (adondevanlosdesaparecidos.org).

Sabemos que no existe ni existirá voluntad política para frenar la violencia de arriba. Por eso la pregunta es ¿qué vamos a hacer? Como movimientos, pueblos y sociedad toda para hacer lo que los de arriba no quieren hacer. Porque para frenar la violencia hay un solo requisito: poner fin a este sistema capitalista depredador y genocida que visualiza a las adelitas, a los panchos y a los emilianos (los pobres de abajo) como sus enemigos.

El primer punto es comprender que todos estamos en la mira del capital. En la década de 1970 te desaparecían si eras guerrillero, estudiante, obrero o campesino organizado que luchabas. Esa lógica cambió radicalmente. Ahora el simple hecho de existir, de respirar y vivir siendo de abajo te convierte en víctima potencial. Por eso más que nunca es necesario gritar: todos somos Ayotizinapa. Todos somos somos Gaza. Todos somos Teuchitlán.

Lo segundo es seguir el ejemplo de las buscadoras y los guerreros. Organizarnos. Poner el cuerpo, las manos y los corazones. Ponernos hombro con hombro a proteger y rescatar a los nuestros, convertirnos en barricadas colectivas para frenar la barbarie, o sea, a los bárbaros. No hay otro camino, ni atajos, ni leyes ni gobernantes que nos vayan a cuidar la vida en medio de los exterminios.

Entiendo que son aprendizajes muy duros, extremos, que suponen vencer tanto el miedo como la soledad, los insultos y, peor, la indiferencia y los intentos por lucrar política y materialmente con nuestro dolor. Pero tengamos claro que no podemos esperar nada, sino de nuestros esfuerzos colectivos, aquí y ahora, todo el tiempo que podamos.