l periodista Lawrence Weschler llevaba más de 20 años escribiendo para The New Yorker cuando viajó a La Haya en 1999 a cubrir el juicio del genocida serbio Dusko Tadic (y otros en ausencia, pero con orden internacional de captura) en el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra establecido en la ciudad holandesa. Allí se asomó con vértigo al horror de las guerras balcánicas, ocurridas poco antes en el corazón de la civilizada Europa. Antonio Cassese, jurista italiano que presidía el tribunal, durante un almuerzo lo orientó hacia la pintura de Johannes Vermeer exhibida en el museo Mauritshuis de Delft y el Rijksmuseum no lejos, en Ámsterdam. Como se sabe, los preciosos y precisos lienzos de Vermeer transmiten una paz luminosa, una soñadora melancolía en retratos de mujeres, escenas cotidianas y paisajes de Delft.
Como pronto pudo comprobar Weschler mientras admiraba y rumiaba los cuadros de Vermeer, no era esta serenidad lo que apuntaba Cassese, sino su contrario. Nacido en 1632, el artista creció, maduró y pintó en un país desgarrado por guerras y epidemias, en crisis de identidad nacional, religiosa, lingüística, política, en un continente convertido en polvorín violento y mortífero. Durante la guerra contra Inglaterra, su propia ciudad sufrió una terrible explosión en 1654 que mató a centenares, incluso amigos suyos. Después, la guerra contra Francia devastó los Países Bajos y hundió a Vermeer, muerto prematuramente en 1675, a los 42 años.
En un país sitiado, asaltado, hambriento y diezmado, Vermeer pintaba escenas contemplativas e inventaba una nueva manera de capturar la luz interior procedente del exterior. Su arte es de ventanas. Esa ciudad, y esas mujeres −como La chica de la perla, en el misterioso ir o venir de su rostro− habitan un mundo terrible. Cuando leen o escriben una carta, ¿es acaso de, o para, el novio o esposo en el campo de batalla? ¿A quién esperan la ciudad transparente y sus mujeres laboriosas?
Son apenas las primeras interrogantes que despierta Tríptico balcánico, del libro Vermeer en Bosnia (Vintage, 2005). Lawrence Weschler buscó también al Shakespeare de Enrique V en los mataderos de Srebrenica, y a Aristóteles en Belgrado. Bajo los mismos aires, Susan Sontag había montado Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en Sarajevo sitiado.
Ensayemos una transición espacio-temporal para posar la mirada en México y ver adonde no queríamos ni quisiéramos hacerlo. ¿Cómo juzgar con gentileza la vida pública, y tantas veces la privada, revulsionadas entre el deslavado optimismo del País del Relajo y el horror de mataderos y ergástulas clandestinas no sólo en Jalisco y Tamaulipas? Tantos años de desapariciones
, y la conmovedora experiencia buscadora
de miles de personas, madres y esposas sobre todo, sólo podían concurrir en lo que se empieza a develar. Nadie desaparece
. Las evidencias son brutales, y lo que sugieren, todavía más. Que la derecha haga su festín mediático con ello, no cambia nada.
El trauma de Ayotzinapa fue nacional porque nos puso ante el espejo de un crimen mayor; los 43 muchachos tragados por la represión y el secuestro nunca se desvanecerían. Cada fosa, bodega, barranca, rancho o tiradero descubierto prueba que las desapariciones
se nos seguirán apareciendo. Teuchitlán añade su nombre a la creciente toponimia mexicana del horror y la vergüenza.
¿Qué país somos, que hay personas organizadas
para cometer reiteradamente tan detestables crímenes? Y las autoridades de todo nivel chiflan en la loma hasta que ya no pueden negarlo y salen al paso entre justificaciones, matices y eufemismos.
Explicablemente, aunque sólo sirvan como referencia de la bestialidad humana, muchos comentarios actuales remiten a Dachau, Auschwitz o Buchenwald, pero lo que vemos aquí no es eso, sino esto. Además, algo hay de inquietante que sí remite a los campos nazis de exterminio: los vecinos (los alcaldes, los policías, la gente), ¿no se daban cuenta de que en tal rancho pasaba algo feo, hubiera o no cremaciones? Teuchitlán es un municipio pequeño cerca de Guadalajara, y hasta turístico: allí se localiza la extraña pirámide circular de Guachimontones.
George Steiner reprochaba a Martin Heidegger haberse hecho pendejo frente al humo de los asesinados mientras leía con devoción la poesía de Hölderlin. También le montaron pleito con ardiente lucidez su discípula Hannah Arendt y el poeta Paul Celan, salvado de Auschwitz, quien extrajo de sí la piedra de la locura para encarar al filósofo buscando una palabra en el corazón de alguien que piensa
. Bertolt Brecht se preguntaba cómo escribir poesía en tiempos cómo ésos, y Celan respondió más allá del silencio.
No podemos no ver. Lo de Heidegger era convicción, aun si cobarde; el silencio de los vecinos de Teuchitlán es miedo. En 1919, previendo lo que se venía, Hugo Ball, fundador del dadaísmo alemán y el Cabaret Voltaire, resumió: la barbarie es la incapacidad para sufrir y tener conmiseración de los demás
. Es hora de volver a la película Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020). Ahí hemos llegado.