e ha establecido un contexto en los últimos años de que las derechas –especialmente las que gobiernan Estados Unidos– son nacionalistas, vinculando esta posición con eventos pasados como el nazismo alemán, el fascismo italiano y variaciones subsidiarias. Esta imagen, heredera de proyecciones políticas que afirmaban un sentido de nación de manera agresiva y destructiva sobre otras, es propio del siglo XX. Hay que cuestionar el consenso de ese uso. Dichas fuerzas políticas, cuya agresividad es indudable y soberbia mediática desbordante en el horizonte político global, no son nacionales, por más que llamen a supuestas grandezas de tiempos perdidos: recordando a Marx, hay que evaluar a los seres humanos por lo que realmente son, no por lo que dicen que son.
Existen cientos de páginas dedicadas a explicar la condición de la nación y llevaría no años, sino décadas escarbar en la bibliografía sobre lo que históricamente han sido, lo que políticamente se ha hecho con ellas y lo que imaginariamente se ha proyectado que sean para el futuro. Pero si entendemos a la nación a la manera de la dupla Karl Marx y René Zavaleta, es decir, como una fuerza productiva, las actuales corrientes reaccionarias en el poder, no tienen algo que ver con ella, antes bien, son antinacionales.
En su toma de postura que daba apertura a Sociología del imperialismo, el marxista egipcio Abdel-Malek alababa la condición militante de la obra de Rosa Luxemburg, pero criticaba su incomprensión de la dimensión nacional. Para él, la gran marxista alemana había partido del horizonte alemán sobre la acumulación de capital y lo había querido universalizar teóricamente. Algo similar sucede hoy con la búsqueda conceptual por comprender las importantes variaciones del capitalismo, hasta ahora la categoría que se ha instalado es la de tecnofeudalismo
y si bien ésta responde a una condición innegable del peso de la producción vinculada a la tecnología, no deja de ser una deriva bastante reducida del globo. Por ello quizá esa más útil acudir críticamente a la noción de capitalismo caníbal que propone Wendy Brown. Si bien sus preocupaciones son, esencialmente, la de las izquierdas de Estados Unidos, Brown sigue una línea argumental proveniente de Marx, en cuyo centro se encuentra la idea de que el capital destruye sus condiciones mismas de posibilidad.
Y es que la nación fue un requisito para el despliegue del capital en los grandes centros europeos; sin embargo, no cumplió esa misma función en la mayor parte del mundo, donde se organizaron las principales relaciones sociales antes de la existencia de las naciones. El siglo XX en buena medida fue una gran travesía de las mayorías del globo por conquistar la nación y hoy, el capital de nuestros días, tecnológico al extremo, avanza con la espada de la automatización desenvainada y con el imperio del mercado como escudo, socavando a la comunidad nacional.
Al arremeter contra la migración son disgregantes de la comunidad real, destrozando, de hecho, cualquier sentido de nación. Con sus acciones y llamados violentos contra los otros, atomizan, disgregan, dispersan, envenenan el vínculo social: en ese escenario, la función en tanto fuerza productiva de la comunidad nacional, está vedado. No puede haber nación donde asustados e iracundos oligarcas gobiernan llamando a expulsar al otro.
Más aún, en las actuantes fuerzas derechistas la invocación a la comunidad nacional es una farsa porque lo suyo es el imperio del mercado, sin cortapisas ni regulaciones. Ya el Marx de los Grundrisse de 1857 alertaba sobre el poder del dinero, aquel que disolvía todos los lazos comunitarios existentes. Ese es el programa político de las actuales fuerzas derechistas. Si seguimos a Rudolf Rocker, crítico por excelencia del nacionalismo de la centuria anterior, lo que miramos es que estas corrientes no asumen un fanatismo estatal
(que sería el componente esencial del nacionalismo del siglo XX), sino un más bien un fanatismo mercantil-capitalista.
Como toda forma de organización humana, la nación seguramente se evaporará y será sustituida por otras. Pero ahora estamos lejos de ese sendero. Antes bien, recobrando una tradición política del mundo periférico, es pertinente evocar que la nación es un artilugio siempre incompleto, pues evoca el sentido de una comunidad que se reinventa. Como campo de disputa, no está prefigurada su función, y en su origen no se encuentra el secreto de su trayecto. Más aún, como lo han mostrado las experiencias nacional-populares, ésta puede ser de un carácter abierto, tendiente a la protección de la comunidad, solidaria, y convocante a la integración, es decir, no excluyente. Al ser el principal espacio donde se puede cultivar la soberanía popular es proactivamente antioligárquica. La nación es algo muy importante para las pugnas del presente y del futuro, no hay que ceder a las fuerzas derechistas ni un ápice de ella.
*Investigador UAM