l sábado pasado el juez federal James E. Boasberg prohibió al gobierno de Estados Unidos que siguiera deportando a extranjeros indocumentados, en respuesta a una demanda interpuesta por la Unión Estadunidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) y la organización Democracy Forward. La resolución judicial señaló que un retraso en las expulsiones no perjudicaba a las autoridades y ordenó el regreso de cualquier avión que llevara migrantes deportados hacia otros países. Sin embargo, la administración que encabeza Donald Trump ignoró el fallo y una aeronave con expulsados llegó a El Salvador, cuyo presidente, Nayib Bukele, acordó recientemente con el secretario de Estado, Marco Rubio, un negocio entre ambos gobiernos consistente en que el centroamericano recluirá en sus cárceles a unas 300 personas expulsadas de Estados Unidos a cambio de un pago anual de 6 millones de dólares, 20 mil dólares por prisionero.
Es claro que las deportaciones ordenadas por Trump tienen un fundamente legal sumamente endeble, por decir lo menos: la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, que da al jefe del Ejecutivo libertad para emprender en tiempos de guerra acciones como expulsiones masivas de personas del territorio estadunidense. Lo cierto es que oficialmente Estados Unidos no le ha declarado la guerra a nadie, por más que el magnate neoyorquino afirme que la organización delictiva de origen venezolano Tren de Aragua está en guerra con Estados Unidos
y describa como invasión
la presencia de integrantes de esa banda en territorio estadunidense, una hipérbole carente de toda razón jurídica y, desde luego, militar.
Estos hechos permiten confirmar el desprecio por las leyes que caracteriza a la presidencia trumpista, la cual no sólo emprende acciones sin más base que el tremendismo metafórico de su titular, sino que ignora resoluciones judiciales como la aquí referida y convierte las acciones de su política xenofóbica y racista en hechos consumados.
El asunto tiene una faceta igualmente grave: el que Bukele haya asumido, a cambio de unos millones de dólares, la condición de carcelero de Estados Unidos. El hecho no sólo representa un trato humillante para El Salvador, sino que coloca a individuos cuya culpabilidad ni siquiera ha sido establecida en juicio en el ámbito del infierno penitenciario construido por el presidente salvadoreño con total desprecio por los derechos humanos de los internos.
Cabe recordar que con el argumento de la lucha contra la violencia de los grupos delictivos, Bukele realizó grandes redadas policiales que llevaron a la prisión a unos 80 mil individuos, muchos de ellos sin haber cometido más delito que el de tener, a juicio de la policía, una apariencia física de pandillero. Con ello, El Salvador se convirtió en el país con más población encarcelada en el mundo: mil 86 por cada 100 mil habitantes. Adicionalmente, el gobierno del país centroamericano erigió una megaprisión en la que se hacinan unas 25 mil personas. Quienes tienen la desgracia de caer en los reclusorios de Bukele pierden automáticamente todo derecho, incluido el de un proceso penal, visitas de abogados y familiares y una alimentación mínimamente digna. Bukele incluso ha sometido a la población carcelaria a malos tratos como forma de presión explícita a las pandillas para que disminuyan sus actos de violencia.
En tales circunstancias, el hecho de que los gobiernos de ambos países hayan establecido un pacto comercial de reclusión de personas constituye una indignante violación internacional y binacional de los derechos humanos y debiera llevar a Naciones Unidas y a gobiernos democráticos del mundo a denunciar y repudiar tan denigrante negocio.