ste año se conmemora el 20 aniversario del fallecimiento de Vlady (Vladimir Kibalchich Rúsakov, Petrogrado 1920–Cuernavaca, Morelos, 2005), uno de los mayores pintores contemporáneos de México. Fue un artista completo: muralista, pintor de caballete, grabador, dibujante, paisajista, retratista, figurativo y también abstracto, sin dejar de tener un toque surrealista.
Nombró Las revoluciones y los elementos al portentoso conjunto muralístico que pintó en la Biblioteca Lerdo de Tejada y El despertar de las revoluciones al que realizó en el Palacio Nacional de Managua, Nicaragua. Entró así en la historia del arte como protagonista de una nueva estación del muralismo, trastocando la idea de revolución tal y como la entendían, por ejemplo, Siqueiros y Diego Rivera. Dedicó además un tríptico de grandes dimensiones a León Trotsky convirtiendo al fundador del Ejército Rojo en un héroe mítico, más allá de su papel histórico. Gracias al pincel de Vlady, la gesta de un personaje que –con razón o sin ella– encarna a la revolución traicionada, adquiere los rasgos de la lucha épica de la libertad contra el poder y de la vida contra la muerte, como dice Araceli Ramírez Santos, investigadora del Centro Vlady.
Habría que añadir que el pintor ruso-mexicano nunca se presentó a sí mismo como un revolucionario
. No lo necesitaba; la revolución era su planeta espiritual, de ahí venía. Era uno de sus hijos rebeldes. Jamás hizo alarde de militancia alguna, a pesar de que, en Francia, a finales de los años 30 y luego aquí en México, fue integrante del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), el partido comunista disidente de España, exterminado por la acción conjunta de Franco y de Stalin. En los años 40, ilustró, junto a otros pintores que se volverían famosos –el catalán Josep Bartolí, por ejemplo– la revista Mundo, una publicación antitotalitaria, importante, aunque poco conocida, en la que colaboraban su padre, el escritor Victor Serge, socialistas, anarquistas, poumistas y tránsfugas del comunismo soviético.
Y, sin embargo, no se podría definir a Vlady como un artista comprometido
, en el sentido tradicional de estar al servicio de una ideología política. El pintor ruso-mexicano no buscaba explicar ni convencer; tampoco interpretaba el mundo. Pintaba sus fantasmas y sus obsesiones: el erotismo, sin duda, pero sobre todo el trauma de ser sobreviviente de la aventura humana más grandiosa del siglo XX convertida en pesadilla.
La contradicción es el motor del mundo, solía decir. Rechazaba las vanguardias postimpresionistas y, en la pintura, fue un revolucionario conservador que para renovar el oficio mantuvo un diálogo constante con los clásicos del pasado: venecianos, españoles, flamencos… Tal y como lo señaló Avelina Lésper –en Vlady y sus mitos
, memorable conferencia dictada en el Colegio de San Ildefonso– optó por instalarse en una ficción del Renacimiento italiano. Por esta vía el afán de perfección que lo devoraba se volvió un acicate para seguir buscando, experimentando y revolucionando.
En el camino, creó un mito más: la técnica veneciana
. Algunos lo tomaron al pie de la letra, pero es evidente que es una imagen poética entre las muchas que creó. En realidad, Vlady tiene poco que ver con los maestros renacentistas; cuando mucho se puede decir que inventó su propia técnica inspirado en dichos maestros. Para convencerse es suficiente visitar la Escuela Grande de San Rocco o la Galería de la Academia, en Venecia donde están colgados los cuadros de sus héroes: Giorgione, Tiziano, Veronese, Tintoretto, Tiepolo... En Italia, por cierto, el término técnica veneciana
ni siquiera se usa, sencillamente porque nunca existió como tal. Hubo, eso sí, una escuela veneciana con pintores que emplearon distintas técnicas a lo largo de por lo menos cuatro siglos.
Tiene razón Avelina: la obra de Vlady no es veneciana
, sino romántica, saturada de nostalgias y heroísmos. Sus colores –añado yo– le deben más a México que a los pintores de la ciudad lagunar. Es claro, por otra parte, que dicha obra se presta, como cualquier otra, a múltiples lecturas, no a una sola. Sabemos que toda interpretación está en movimiento y que la ortodoxia es una cárcel del pensamiento, más aun cuando se intenta comprender a un pintor tan entregado a la transgresión como Vlady. No obstante, percibo un intento pernicioso de hacer a un lado las implicaciones políticas de su legado. Se dice, por ejemplo, que transitó de la Revolución al Renacimiento, como si en la madurez hubiese al fin encontrado su lugar en el mundo dejando atrás la pasión subversiva de sus años juveniles. Nada más alejado de la realidad. En el otoño de su vida, Vlady se entusiasmó tanto con la rebelión indígena de México que viajó a Chiapas, armado con sus famosos cuadernos. De esta manera, los zaratustras de la selva
–así nombra a los zapatistas en sus notas– motivaron el último ciclo de su saga de las revoluciones modernas, plasmado, entre otras, en dos grandes obras: Descendimiento y ascensión (también conocido como Rokera zapatista) y Tatic Samuel.
Encasillar a Vlady en la llamada Generación de la Ruptura, a la cual contribuyó a crear, tampoco me parece acertado. Es otra manera de descafeinarlo. Sin duda, compartió con aquellos creadores un potente afán de libertad y la urgencia de emancipar el arte del control estatal. Sin embargo, con la notable excepción de Bartolí que procedía de otra revolución traicionada –la española–, a los demás integrantes de la Ruptura la política importaba poco. A la postre, como lo he señalado en varias oportunidades, Vlady rompió con la Ruptura y con la vanguardia mexicana. Preguntado al respecto en una ocasión, declaró que la única verdadera ruptura en la historia del arte mexicano había sido el muralismo. Así que Vlady no es de nadie: desde 2023 es patrimonio de la nación y, yo diría, de la humanidad.
* Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México