l miedo es, sin duda, uno de los principales instrumentos utilizados por el poder para controlar e imponerse a los ciudadanos de una nación. Crear, o simplemente atizar los temores, es un medio para hacerse obedecer sin protestas ni asomos de rebeliones. Cabe recordar lo sucedido hace apenas cinco años, cuando la población francesa aceptó el confinamiento y, en caso de necesidad de salir de esta reclusión voluntaria
, cubrirse el rostro con una máscara. En una dramática alocución, el presidente Macron había informado a la población, en directo por los medios televisivos, que Francia estaba en guerra contra el covid. Emmanuel Macron siguió al pie de la letra el solemne protocolo de las grandes declaraciones. Nadie puso en duda la apremiante necesidad de seguir sus indicaciones. ¿Quién puede oponerse a una directiva, para no decir una orden, cuando obedecerla es escapar a la muerte? Aquellos que antes criticaban la sumisión ciega de los chinos u otros pueblos a los mandatos de la autoridad obedecieron sin chistar a las prescripciones recibidas. Esta obediencia general de una población, sometimiento atribuido a países dictatoriales, pudo imponerse sin descontento en países considerados democráticos donde, en principio, reina la libertad. Libertad que se puso al servicio de la docilidad y la sumisión. Soy libre, pues, de obedecer.
Pudo, así, llevarse a cabo el confinamiento de la población a causa del temor a un peligro mortal. Hoy, la amenaza blandida por el presidente francés, Emmanuel Macron, es la invasión de Europa por parte de Rusia. Invasión, señalan algunos comentadores políticos, ya iniciada en Ucrania, donde avanzan las tropas rusas y adonde urge enviar contingentes de los ejércitos europeos, para empezar el francés, con el objeto de proteger las fronteras, de Europa, en general, y de Francia, muy particularmente.
Así, Emmanuel Macron se da aires bélicos para dirigirse a la nación francesa y alertar a los ciudadanos del peligro inminente que amenaza al país. Cabe preguntarse si tal amenaza es real o, simplemente, es uno de esos ardides o estratagemas instrumentadas por el poder para afirmarse y, de paso, aprovechar para hacer olvidar los problemas tan reales e inmediatos, como el desempleo y la disminución del poder de compra, sin hablar de la violencia cotidiana que asola aquí y allá a lo largo y ancho del territorio francés. Un hombre político, o una mujer, sabe muy bien que blandir el espectro de la guerra mundial desvanece las inquietudes y problemas cotidianos. ¿Quién va a quejarse del aumento del costo del pan o de la leche ante la amenaza de muerte?
Cierto, existen sondeos que señalan el temor de una tercera guerra mundial de buena parte de ciudadanos. Cabe indicar que son las personas de edad quienes experimentan mayoritariamente este resquemor, acaso porque muchas de ellas vivieron en carne propia la Segunda Guerra Mundial.
Ante la existencia del sentimiento de angustia en la población, se presentan dos posibles actitudes de los dirigentes: negar el peligro o blandir las armas para acabar con su amenaza. Negar el riesgo es exponerse a ser contradicho por los hechos como por los electores. Enarbolar armas y escudos es erguirse en la actitud de heroico guerrero y, con suerte, ser ovacionado por el público.
Quien desea la paz, hace la guerra
, reza el dicho. Emmanuel Macron ha escogido un lenguaje bélico. Por el momento, según los sondeos, una mayoría de franceses lo apoyan. Pero, ¿están dispuestos a sacrificar salarios y pensiones por armas y bombas? ¿Son aún vigentes los tiempos en que un solo hombre (o un puñado) decidía la suerte de todos, cuando la guerra decretada en la cúspide del poder obligaba a enrolarse en las armas a todos los jóvenes?
¿Sigue acaso existiendo una población que sólo cree en la fuerza de las armas? De ser así, la muerte no sirve de lección y la memoria debe estar más hecha de olvidos que de recuerdos.