Opinión
Ver día anteriorDomingo 9 de marzo de 2025Ediciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Un mundo brutal
Foto
▲ El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, hace con frecuencia anuncios a la opinión pública desde la Oficina Oval.Foto Ap
C

uando Maquiavelo recomendaba al príncipe que para gobernar había que hacerse amar y temer por el pueblo estaba resumiendo la llave maestra de la legitimidad de cualquier gobierno. No se trata de usar la fuerza para ser temido ni de ser condescendiente con todos para ser amado. Al final, coacción sin justificación colectiva y bondad sin firmeza en los temas de gobierno son pilares deleznables para afrontar exitosamente el gobierno de cualquier sociedad atravesada de múltiples y contradictorios intereses.

Para el florentino, ser temido es la virtud del respeto que se obtiene del ejercicio pleno y en todo el territorio de las decisiones de gobierno. Ser amado es tomar medidas que beneficien, de alguna manera, a todos: ricos y pobres.

Ambas son la metáfora de lo universal que, a decir de Marx, es el monopolio por excelencia de los estados modernos. El Estado puede presentarse como la forma de unificación política de la sociedad precisamente porque es la única institución que reclama con éxito el ejercicio vinculante y universal de sus decisiones en un territorio y, por otro lado, porque sus determinaciones están pensadas también para beneficiar, formalmente de manera universal, a todos sus habitantes.

Pero claro, lo sabía bien Maquiavelo, los universales del Estado son monopólicos; es decir, los define el príncipe, no los súbditos; aunque la virtud del respeto emergerá de la capacidad del príncipe para tomar decisiones que sean susceptibles de tener un mínimo de interés común a todos los súbditos. Por ello, lo universal es abstracto, pero real, porque ciertamente beneficia más a unos: al príncipe y su corte, lo que hoy llamamos las clases dominantes. Pero algo, por muy poco que sea, deberá llegar al pueblo, a fin de cimentar tolerancia y cumplimiento.

Común a todos y monopolio de pocos es la fusión política permanente que garantiza la atracción, la adhesión y legitimidad de cualquier gobierno del Estado. Pero cuando esto se quiebra, lo que tenemos es la ferocidad de un Estado patrimonial y oligárquico, que es lo que justamente estamos viendo brotar hoy por todas partes del mundo.

Lujuria de poderosos

En los países subalternos del orden capitalista es conocida la presencia de Usaid con sus llamados proyectos de desarrollo, fortalecimiento democrático y de prensa libre que, a nombre de valores y beneficios para todos, financian a élites locales leales a las empresas y políticas estadunidenses. Es el poder blando (ser amado) que viabiliza sin traumas el poder duro de los intereses corporativos (ser temido). Pues ahora estas edulcoraciones de la dominación no van más. Los intereses estadunidenses ya no apelarán a eufemismos y consenso para estar allí donde vean conveniente. A modo de cañoneras de mercado, el proteccionismo arancelario de Estados Unidos doblegará a muchos gobiernos extranjeros para que se sometan, sin filtro ni artificio justificador, a lo que Washington necesita para reorientar el comercio mundial. Y, si esto no funciona, lo tomará por la simple razón de que le da la gana. Primero tal vez sea Groenlandia, luego Panamá, quizá luego Gaza...

Que Washington protegerá a Occidente del comunismo, o ahora del asiatismo bárbaro, está bien para los seguidores de Walt Disney que se fascinan con las historias de fantasías. Hoy, el poder duro de las armas de disuasión es un negocio más, como vender cerveza. Si Europa quiere protección, señala Trump, que pague los costos de la seguridad, que suba su gasto en defensa para comprar más armas a Estados Unidos y ponga los muertos en las nuevas aventuras coloniales que aún añora perseguir. Los valores de Occidente que engatusaron a las antiguas generaciones ahora son una vulgar mercancía que se exhibe en el escaparate del supermercado, como la pasta dentífrica o el tocino.

Si hasta hace poco la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la guerra por encargo en Ucrania o la invasión de Libia y Afganistán se justificaban con la retórica de combatir las autocracias, hoy descaradamente se anuncia que es sólo un método para controlar territorio y someter fuerza de trabajo barata.

Cínicamente, y ante los ojos de millones de ciudadanos, Trump echa en cara a los ucranios que Occidente paga por cada joven muerto que tienen en combate y, encima, sin rubor alguno, reclama que sus fallecidos valen menos de lo que han recibido y que deben devolver parte de ese dinero con la entrega de sus minerales.

La moral bucanera ha sustituido a la ilusión universalista.

Para no quedar atrás, la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, anuncia con entusiasmo que ha llegado la hora del rearme continental por lo que los estados podrán endeudarse sin límite para abastecer sus arsenales. Finalmente, después de tanta alharaca medioambiental, para todos ellos, las bombas que resguarden sus murallas resultan más importantes que el calentamiento global. Y no deja de ser pintoresco el afectado gesto dramático con el que numerosos voceros occidentales desempolvan viejos manuales bolcheviques para denunciar el grosero comportamiento imperialista de Estados Unidos; olvidándose de que lo que hoy tanto les molesta de las bravuconadas de Trump es lo que ellos han hecho todos estos años con África o Medio Oriente.

Atravesamos tiempos liminales sin horizonte ni redención previsible. Por ello, el mundo se ha convertido en un campo de batalla sin reglas para descuartizar países, mercados, poblaciones y esperanzas. Y en casa de los imperios recargados, el esquema es el mismo. Las ideologías que legitimaban la dominación han envejecido y la gramática del dinero es hoy el nuevo soberano. Las oligarquías se han lanzado al asalto del poder estatal. No necesitan justificación.

Tampoco requieren de los servicios de las aburridas clases medias letradas que hacían artificios lingüísticos con los valores y principios democráticos. Sólo requieren sirvientes que ejecuten los caprichos bobos de niños ricos con juguete nuevo.

Las oligarquías en el poder compiten para deshuesar lo más dolorosamente posible los servicios públicos. Botan a funcionarios de larga trayectoria, como si se trataran de calcetines sucios. Financian campañas electorales a bolsillo suelto, como quien apuesta en una carrera de caballos. Compran votos con denigrantes loterías. Y luego, para completar su canallada, a plena luz pública, se asignan contratos estatales, o la propiedad de empresas públicas para aumentar el valor de sus compañías. Los contorsionistas de este vodevil, los presidentes, no se quedan al margen y se lanzan a estafar abiertamente a incautos ciudadanos con criptomonedas.

Desdoblando el cuerpo del príncipe (el gobierno) del cuerpo de la persona que funge hoy como gobernante, arguyen que la promoción rentada de tal o cual cripto no es en cuanto presidente, sino en cuanto individuo, habilitando así una novísima coartada criminal respecto a que se es gobernante sólo cuando estampan su firma en documentos con bandera de su país; pero luego, el resto del tiempo son simples individuos abocados a engordar lascivamente sus arcas personales.

Sin embargo, que este envilecimiento de los estados pueda imponerse no es meramente una astucia de oligarquías corruptas, sino que requiere, al menos, la tolerancia silenciosa de una parte de un electorado igualmente envilecido. Clases medias en pánico moral por el ascenso social de sectores populares o indígenas. Jóvenes varones aterrados por su impotencia jerárquica ante mujeres empoderadas. Trabajadores empobrecidos que creen que los migrantes que limpian las casas y cosechan los alimentos arrebatan empleos en las industrias o empresas de servicios. Acusar a los débiles de los efectos que las fechorías plutócratas causan en los sectores medios se ha convertido en la mejor manera de embaucar a los pueblos. Los que hasta ayer se asumían sublimes redentores de la humanidad, hoy insuflan cacerías racistas de latinoamericanos, africanos y musulmanes. En tanto, otros se jactan de haber convertido el mar Mediterráneo en una gigantesca y barata tumba de indocumentados.

El poder oligárquico mundial es hoy la brutalidad del másfuerte, la obscenidad del más millonario, la crueldad del más prepotente. Para qué ser amado si es más fácil y humillante aterrorizar al indefenso. El único universal que veneran es el dinero. La parálisis y miedo que provocan les hace creer que han inaugurado una nueva gobernabilidad fundada en las billonadas que ostentan. Sin embargo, gobernar sin evocar algún tipo de valor universal, alguna forma de beneficio común, es efímero. Es un tema de cohesión social que promueve la tolerancia moral de los gobernados. Por ello, en medio de esta orgía de ofensas desbocadas, quizá valga la pena recordar nuevamente a Maquiavelo que, conocedor de las tentaciones principescas de creerse impunes y eternos, advertía sobre la suerte del emperador romano Maximino el Tracio, que desdeñó ser amado y transmutó el temor por el odio y desprecio de sus súbditos. Finalmente, después de unos años y en medios de rebeliones, los ciudadanos vieron pasar rumbo al senado, las cabezas decapitadas del emperador y de su hijo.